Tratando de probar algo diferente, nos fuimos a un restaurante de cocina de la India, que está a un lado de Polanco, muy cerca del hotel Camino Real, en la colonia Nueva Anzures.
Llegamos temprano y, ¡lotería!, encontramos un lugar enfrente para estacionarnos, porque los de valet parking brillaban por su ausencia. Entramos a una decoración de bazar oriental y encontramos que en todo el local sólo había un par de británicos.
Para ser una noche de jueves, la concurrencia fue paupérrima, sólo otra mesa también de británicos y una familia de hindúes y nosotros, como representantes de la raza de bronce.
El único detalle que nos recordó que estábamos en México, fue la indolencia de los meseros, que aunque no había nadie se la pasaban chacoteando y sin atender como se debe.
La carta de alimentos era muy extensa, y hasta numerada para facilitar la orden, y con una explicación simple de cada platillo. Tenía muchas secciones y gran variedad. Pero el servicio en ningún momento se tomaba la molestia de explicar en qué consistía por ejemplo el Beef Tikka, que para un neófito suena como a “what?”. De eso y de la concurrencia dedujimos que era un lugar sólo para iniciados.
De entrada pedimos unas Queema samosa que en contra de lo que pudiera pensarse no es que estuvieran muy calientes y sabrosas en expresión de un bebé de dos años. Eran tres empanadas fritas rellenas de carne ($60); la técnica de fritura estaba muy bien realizada pero faltaba relleno, lo que convertía al plato en algo muy seco. El relleno era carne molida de res, jugosa, bastante condimentada (como todo lo hindú), predominando el comino.
La segunda entrada que pedimos fue un plato vegetariano Aalu Mattar ($80), que consistía en una mezcla de chícharos con papas guisadas en salsa de curry rojo. Buena cocción y un excelente sabor, las verduras se deshacían en la boca y equilibraban lo fuerte de la salsa.
Todo lo compartimos, hasta los platos fuertes que eran el Beef Tikka ($140) famoso, que según la carta era un filete mignon en tandoor en tikka masala, lo que sea que eso signifique. No era muy bueno, muy cocido y duro de textura, aunque la salsa sí estaba buena.
Y también pedimos un chiken Julfrezi ($115) anunciado como pollo deshuesado en salsa curry y jengibre, pero que en realidad eran trozos de pollo. Tenía muy buen sabor, predominando el gusto del jengibre y ‘lemon grass’; picante pero fresco a la vez.
Para acompañar pedimos un Vegetable Pulaoo ($80), arroz con verduras que no era nada especial y tenía como tres verduras aparte de que era híper especiado con comino y clavo (que no es crítica porque así es el plato).
Ya que la carta de vinos era muy limitada, aunque a muy buen precio, decidimos maridar con un vino tinto Aliwen reserva ($315), un coupage entre Cabernet y Carmenere, chileno, de las bodegas Undurraga.
Sin importar que lo que ya habíamos cenado ya era muy pesado, decidimos pedir un postre y algo que nos ayudara a la digestión. Así, escogimos un Mango Lassi ($32), que es una bebida de yogurt natural con mango simplemente deliciosa, y además un pastel de dátil con nueces ($33) que no se veía muy apetitoso, pero sí estaba bueno.
La experiencia fue muy interesante pero no fue ni con mucho la más gratificante, por la falta de atención y de disposición para aclarar las dudas, que habría sido muy útil en un restaurante que implica otro idioma y costumbres.
Lo que sí es que la calidad de las preparaciones era buena y eso se reflejaba en que la mayoría de los asistentes eran extranjeros que conocen bien este tipo de cocina. Sin embargo, la falta de apertura a la concurrencia nacional hace que esté tan vacío. Y fijándonos un poco en la mesa de los hindúes de al lado, nos dimos cuenta de la enorme falta de asesoría que tuvimos al pedir los platos, porque todo lo que pidieron ellos se veía mucho más sabroso que lo nuestro.
Aunque somos conscientes de que era un local entre cafetería y restaurante, si nos decepcionó la decoración que esperábamos que nos transportara a lugares más lejanos y no a un bazar “X” de la Avenida Insurgentes, con manteles que parecían la falda de la abuelita, muebles pesados, y una arquitectura cuadrada de la que no se buscó sacar provecho alguno, sino simplemente rellenarlo.
Con todo, si les gusta la comida Hindú, vale la pena ir. Y si no conocen mucho lleven un diccionario hindi–español. Es mejor ir a comer que a cenar, porque en el último caso no van a dormir muy fácilmente, ya que es comida muy pesada y condimentada.
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