lunes, 24 de mayo de 2010
Siete 77, el Sud también existe
Cuando en la Ciudad de México se habla de grandes restaurantes o de propuestas novedosas de calidad en las cocinas, se piensa generalmente en la zona poniente, principalmente en Polanco, Santa Fe, Bosques de las Lomas... La propuesta del sur de la metrópoli se reducía a lugares muy tradicionales como el San Ángel Inn, la Antigua Hacienda de Tlalpan y algunos lugares que surgen y desaparecen como los hongos en Avenida de la Paz, en San Ángel.
Sin embargo, desde hace poco tiempo existe en El Pedregal un restaurante que pugna por colocar a esta zona de la ciudad en el mapa gastronómico: el Sud 777.
La carta, según el propio chef propietario, Edgar Núñez, es la de un steak house con toques afrancesados, con una propuesta muy sencilla y enfocada a lo comercial. Culinariamente no tiene nada que destacar, pero es un éxito de ventas, porque el lugar, que es muy bonito y tiene un bar espectacular, siempre está lleno.
Lo que lo hace interesante es el espacio del chef, una mesa en la que el propietario elabora un menú de 10 tiempos ($950 por persona, máximo seis comensales) en donde muestra “nuevas técnicas”, da rienda suelta a su creatividad y busca rescatar productos mexicanos que están decayendo o no son por lo general considerados “finos” como el pulque, la sardina y la trucha, que en palabras de Edgar son vistos como “bocados de albañil”. Esto fusionado con ingredientes de otras cocinas y técnicas de cocina internacional.
Lo que más nos llamó la atención fue esa intención de poner el énfasis en lo mexicano, buscando en las comunidades de origen los productos auténticos y autóctonos.
Por ser una noche especial, no por ser el día de la madre, sino por la experiencia de la mesa del chef, Sonia invitó Javier, su novio, y Gerardo a su amiga Eva.
Nos recibieron con una copa de vino espumoso blanco Proseco, de la región Venetto en Italia. Un espumoso de burbuja no muy fina con escasos rosarios, pero refrescante al paladar, cosa que se agradecía en una noche muy calurosa como la de ese lunes 10 de mayo.
La degustación empezó cuando estábamos listos, con la presentación del chef y su “propuesta” que explicó plato por plato a lo largo de la noche.
El primer tiempo fue una sopa de pulque con plátano liofilizado, guanábana y aceite de chile, con guarnición de atún sellado y brotes de amaranto. Lo más rescatable fue el pulque y la combinación con guanábana que atenuaba el sabor a fermentado y modificaba la textura, haciéndolo accesible a cualquier paladar. También la mezcla con el atún hacía una combinación que resultaba muy afortunada. El chef nos explicó que el pulque lo trajeron fresco del Ajusco.
Le siguió una Sardina de Ensenada, asada con aceite de chile y cítricos con brotes de mostaza. Las sardinas las trajeron vivas en avión desde Ensenada, Baja California, el mismo día. Fresca sí estaba, pero a diferencia del pulque, no logró suavizar el sabor, pese a que los brotes de mostaza y los cítricos sí lo equilibraban.
El tercer tiempo fue una burbuja (esferificación) de coco, con polvo de chile de árbol y trucha arcoíris ahumada, servida en cuchara de porcelana. La trucha era de la Marquesa. El chef nos sugirió comerla de un solo bocado para sentir la explosión de sabores. En suma, era un ceviche de coco muy bien logrado, sólo que con algo de retrogusto a vinagre.
Para limpiar el paladar y pasar a los platos de carnes rojas, nos enviaron unas fresas con aguacate, brotes de amaranto, piña liofilizada, polvo de perejil y aceite de oliva. Sencillo, pero sabroso y efectivo.
Los primeros tres tiempos los maridamos con la sugerencia que a solicitud nuestra nos hizo el chef. Pero teniendo en cuenta la sobrecarga de trabajo en la cocina por la fecha, nos quedamos con la impresión de que el mensaje se quedó en el capitán quien impuso su criterio: un vino blanco Cru Garage de Víctor Torres, cauvernet sauvignon ($690). Un caldo muy interesante con un carácter fuerte a trufas, queso roquefort y un poco de caza. Bueno, fuerte, pero no maridaba nada con la sopa de pulque, aunque mejoraba con la trucha y la sardina.
Iniciamos esta tanda con ravioles de foi con frambuesas liofilizadas y hongos japoneses que venían cubiertas con un vaso para conservar su aroma, porque estaban ahumados con achicoria. Un plato con texturas muy suaves y agradable al gusto, pero que pasó sin mayor pena ni gloria.
Seguimos con una espuma de parmesano congelada al momento con nitrógeno y revolcada en polvo de trufa. En realidad era una preparación hecha a base de esencia de trufa y ceniza para darle color. Nada muy espectacular, pero interesante para convivir con el chef, que preparó el plato directamente en la mesa. Nos hubiera gustado más que siguiendo el espíritu nacionalista que lo inspiró, la espuma fuera de queso Cotija o Oaxaca. Algo más mexicano y menos Adrià.
Luego, para limpiar el paladar, nos mandaron una cuchara de nieve de lima con menta fresca, que por consenso fue lo mejor de la noche.
Como antepenúltimo plato probamos un bacalao negro con salsa de tinta de calamar, con frijol bayo (vaquita), aceite de perejil y brotes de mostaza. Un plato que con ligeras variaciones ya existía en la carta y que en este caso no mostró nada de la creatividad del chef.
Después llegó una gordita de cola de res, con puré de col morada y brotes de perejil, que tampoco nos pareció una preparación interesante ni innovadora. La gordita tenía buen sabor y el relleno de cola de res también, pero la col no se podía calificar de ningún modo como buena.
Le siguió el turno a los quesos, presentados en un lindo platito con forma de tabla. El trío de quesos se conformaba por el famoso Flor de Atlixco, Puebla; el segundo de Romero, traído de Guanajuato, y el Ramonet, de Baja California. Todos rociados con una deliciosa miel de agave y pimienta rosa mexicana. Para este tiempo, el chef nos envió una copa de Gran Divino, Chateau Camou. Maridaba bien. Sin embargo, la temperatura del vino no era la correcta lo que demerito en un alta cantidad de azúcar al unirlo con la miel de agave.
El maridaje de los paltos con carnes rojas, fue con un vino tinto La Llave, de cepa cauvernet franc, del valle de Guadalupe, 2002, vinícola Torres Agrícola ($880), con una barrica francesa marcada, mucho cuerpo y muy sabroso.
Entrando de lleno a lo dulce nos llegó el postre: una rosa de mousse de chocolate blanco , otra de chocolate oscuro, con helado de té verde y una porción de giaccond. Además un pétalo de rosa roja muy mal cristalizado y aire de vainilla con agua de rosas. Muchos elementos y no todos buenos.
Ya al final, el chef nos envió unos macarrones de chocolate con relleno de limón sobre un platito con un grabado de su código Blackberry. Nos preguntó si alguno de nosotros llevaba un teléfono de esta marca y en el de Gerardo escaneó el código para quedar comunicados mediante el BlackBerry Messenger.
Animados por las bebidas anteriores y la conversación que por momentos alcanzaba puntos álgidos, decidimos pedir para rematar la noche un clásico de las tres “b” (bueno, bonito y barato): un nebbiolo, L.A. Cetto, reserva privada 2005 ($340). Nunca falla.
La experiencia fue positiva pese a que discrepamos con el concepto o la realización de alguno de los platos. El esfuerzo del joven chef Edgar Núñez es loable, pues adicionalmente a su propuesta comercial tiene la iniciativa de ofrecer un espacio en donde da vuelo a su creatividad y además tiene el valor de dar la cara y explicar sus creaciones.
La presentación de los platillos fue muy buena y nos quedamos con la impresión de que vimos en acción a un joven chef que está buscando su camino con mucha seguridad de qué es lo que quiere.
Esta vez no fuimos los últimos en dejar el restaurante, pero casi. Lo pasamos bien los cuatro y hubo mucha plática, sobre todo entre Sonia y Eva, ambas profesionales de la cocina. Javier y Gerardo fuimos más sabios y siempre tuvimos la boca ocupada con la comida.
Dirección: Boulevard de la Luz 777, entre Paseo del Pedregal y Camino a Santa Teresa
Col. Jardines Del Pedregal
Tel. 5568 4777
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Cuál consideras el restaurante mas elegante para dar un anillo de compromiso?
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