Para esta semana elegimos el restaurante Erawan, especializado en comida asiática, para ir a cenar. Es un lugar relativamente nuevo, pues abrió sus puertas en septiembre de 2009. Está en el centro comercial Antara, en Polanco y como el resto del lugar todo es lujoso, grandilocuente y a la moda.
Llegamos sin reservación, porque después de las nueve de la noche ya no la toman, lo que en fin de semana puede ser un problema, pues a pesar de que el lugar es enorme, se llena a reventar. Pero como era martes por la noche no tuvimos problema, ya que el lugar estaría a un 60 por ciento de su capacidad.
La recepción fue sencilla con una hostess en túnica que rápidamente nos indicó nuestra mesa. Ya sentados nos atendieron unos tres meseros de trato muy amable, pero que al final no son eran eficientes lo que proyectaba su falta de capacitación.
La escala faraónica del local cautivó a Sonia, que con razón pensó que un lugar de ese tamaño, pese a su majestuosidad y ambiente bien logrado, perdería la dimensión humana. Con todo tuvo que admitir que el lugar era bonito y tenía la mejor decoración de todos los restaurantes orientales que hemos visitado juntos.
Y lo definió con estas palabras: “La decoración es preciosa, casi una escenografía de película oriental. Con un estanque artificial tipo horizonte, muebles antiguos, libros y cofres del mismo estilo que, junto con los colores y la iluminación tenue, te hacen sentir en una película”.
La carta de alimentos también era enorme, lo mismo que la de vinos. Once entradas frías, nueve calientes, cinco ensaladas, tres sopas, un par de brochetas y otro de pastas asiáticas, cuatro arroces y 12 tempura eran el preámbulo para llegar a la selección del plato fuerte en dónde se podía escoger entre seis pescados, tres carnes selladas o a la parrilla y cinco carnes y aves. Eso sin contar con la barra de sushi, que en sí misma podía dar abasto a otro restaurante.
Tan gargantuesca oferta se sustentaba en una no menos vasta cocina que incluye una chef tailandesa, un sushi chef japonés, un chef repostero francés, y el chef ejecutivo Agustín Toriz, a quien se trajeron de la sucursal de Miami de Nobu.
Erawan es el nombre tailandés del elefante mitológico que carga al dios del hinduismo Indra. Y aunque todo es elefantiásico en el restaurante, los diferentes ambientes logran crear una cierta sensación de intimidad, del mismo modo que los distintos chefs deberían crear orden en la cocina.
Sonia, desde que piso el lugar, estaba renuente a creer en la calidad de un servicio personalizado y de calidad, con tantas mesas; sin embargo se arriesgó a probar.
Este lugar es de los mismos propietarios que la cadena de Fifty Friends, especializados en lugares casuales, con intención de negocio muy marcada, y con un target muy definido: gente joven, con poder adquisitivo que acuden a sus locales más con el fin de beber que de comer. Para colmo, hace poco fuimos, y así lo reseñamos en este blog, al Landó, de los mismos dueños, en donde lo que más nos gustó fue la música de fondo. Así que los recelos de Sonia estaban más que justificados.
Con esta disposición de ánimo pedimos nuestras bebidas.
No había carta de cócteles o aperitivos, simplemente el mesero nos dijo las opciones más comunes como martini de manzana, lychee o margarita de tamarindo o fresa (¡qué innovador!). Aun así Sonia pidió el martini de lychee ($170) y Gerardo un Tío Pepe (120), que es un vino tipo Jerez, para variarle un poquito.
Después de toda la inspección de la carta, que se llevó varios minutos, elegimos para empezar un pastel de jaiba crujiente ($140) acompañado de láminas de aguacate y mango con salsa agridulce, de presentación sencilla pero excelente al gusto con texturas agradables y una mezcla armónica de ingredientes. Además de unos ostiones Kuma ($120 –seis piezas–) presentados sobre hielo con una salsa agridulce de pimientos y cebolla, muy frescos, con sabor agradable pero nada complejo. Sonia también pidió, para que Gerardo lo probara, sashi de hueva de salmón ($70).
Para continuar, Sonia se decidió por un pollo en curry verde ($200) acompañado con berenjena y arroz gohan, que tenía una presentación muy simple y mal terminada con una gran rama de albahaca que, según dijo, hace mucho no veía ni el Sanborns. Pero la presentación no era lo único malo, pues los trozos de pollo no estaban muy limpios y se sentían los pellejos, texturas desagradables que desgraciadamente arruinaban el buen sabor del curry, que picaba deliciosamente.
Gerardo eligió el pescado frito ($240) que parecía la caricatura de un barco de vela oriental destartalado pintado en un papiro viejo. Veamos, era el pescado entero, frito, montado en el plato simulando movimiento pero con el lomo ligeramente desprendido de donde salía la salsa de tres chiles de color rojo sanguinolento, con una rodaja de limón asado, muy fuera de los lineamientos de la estética oriental. Y para colmo estaba pasado de cocción, lo que le aportaba una textura seca y pastosa.
Así que Gerardo lo regresó a la cocina de los Piratas del Caribe, de la que jamás debió haber salido, y mejor pidió el pescado al vapor ($220) con salsa de lima, que a diferencia del monstruo frito, tenía una buena presentación, excelente cocción y un sabor exquisito.
Para maridar nos llamaron la atención los dos únicos vinos rosados por copeo que ofrecía la extensa carta: uno mexicano y otro francés, los dos malísimos. Afortunadamente uno de nuestros tres meseros de cabecera se ofreció a dárnoslo a probar antes y nos ahorro la molestia de regresarlo. Pedimos entonces un blanco Izadi ($95 la copa), de la Rioja, que era un coupage de Viuda (80 por ciento) y malvados (20 por ciento). Éste sí era un vino con cuerpo y barrica presente. También pedimos una copa de Emblema ($110), de Ensenada, Baja California y otra de Chateau Camou, del Valle de Guadalupe, también en Ensenada. Estos caldos fueron la mejor elección, pues sí resaltaban los sabores de los platillos.
De postre, Sonia ordenó la tapioca con leche de coco y helado ($75), que era excelente de sabor y textura, aunque la presentación no era muy esforzada. Gerardo pidió selección de frutas frescas que el chef elige ($75) que efectivamente estaban muy frescas y le permitieron al menos guardar un sabor dulce en la boca sin tener que saturarse de azúcar.
Rematamos con un té de hierba limón ($45) a los que Sonia pidió que les añadieran un trozo de jengibre lo que le dio un toque excelente.
Cuando nos trajeron la cuenta vimos que había un cargo por servicio de $35 por persona, que en un lugar en donde cobran el aguan mineral Perrier a $55 parece un exceso.
La experiencia no fue mala, pero Sonia salió con la convicción con la que había entrado y que transmitió a Gerardo, pues durante todo el servicio existieron detalles que indicaban la falta de personalización con un trato bueno, pero frío, que tiraba más a lo industrializado. Nada que te hiciera sentir especial, excepto la compañía.
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