domingo, 20 de noviembre de 2011

Lucca, los últimos mohicanos


Visitamos para la cena el restaurante Lucca de Polanco, recién remodelado. Era un jueves un poco frío, lo que quizá contribuyó a que fuéramos la única mesa en el salón, junto con la de una pareja, ella italiana, él mexicano, pero que hablaba la lengua de Dante.
La remodelación dejó un salón amplio y luminoso en el que resultó agradable estar. De beber pedimos unas copas de Prosecco di Congliano que, tal vez por ser las últimas de una botella ya abierta, corrieron por cuenta de la casa. Era un vino agradable al paladar que aún conservaba sus burbujas.
Para abrir boca pedimos que nos trajeran al centro una Fritura de camarones, calamares y calabaza italiana ($180) que estaba muy bien realizada, con mucho respeto a los ingredientes en donde cada uno preservaba su esencia sin ser invadido o desplazado por el aceite y acompañado por una salsa de jitomate picante deliciosa.
A Eva se le antojaron las Hojas de alcachofa ($180) rellenas de queso de cabra, hongo y prosciutto, gratinadas con queso parmesano. Por desgracia, los sabores de los ingredientes se sobreponían unos a otros, por lo que nada cobraba protagonismo y provocaba un sensación en el paladar poco agradable y confusa
De segundo, Gerardo pidió el Rigatoni Masaccio ($165), descrito en el menú como pasta corta con salsa de jitomate fresco y ragú de salchicha italiana ligeramente picante con queso mozzarela. La salsa picaba, y no ligeramente, pero estaba muy sabrosa, aunque con un exceso de queso. La pasta al dente. Un plato bien logrado.
Luego compartimos la Insalata azurri ($115) de lechugas tiernas con espárragos, jitomate deshidratado y trozos de tocino bañados en aderezo de blue cheese. En este caso, la mezcla de sabores era magnífica: las lechugas con su delicado gusto abrían paso a la fuerza del sabor del aderezo de queso azul y se complementaban perfectamente con los vegetales. Por su parte, el tocino le aportaba una textura crujiente que coronaba todo.
De plato principal Eva ordenó algo fuera de lo común, el Estofado de jabalí en salsa de vino tinto con frutas caramelizadas ($320). El encanto de los estofados es que como resultado de una larga cocción se obtiene una carne suave y una salsa sabrosa, con la esencia del producto principal. En este caso ambos elementos brillaban por su ausencia. Las manzanas por su parte eran buenas.
A Gerardo le apetecía el Filete de lubina con hierbas finas sobre verduras al romero ($170), que desgraciadamente ya no tenían, así que en su lugar pidió el Robalo en salsa de mejillones y azafrán con puré de papa y verduras ($320). La carta decía “róbalo”, así que estuvimos apunto de no pagarlo. De hecho estaba rígido y chicloso, más aún que el jabalí, que también estaba duro, por encima de lo que es por su propia naturaleza.
Reclamamos al mesero, quien muy atentamente comentó en cocina y tuvieron el detalle de hacer de nuevo los platos, que en su segunda versión eran infinitamente mejores y ya tenían la textura adecuada.
Mención aparte merece el pan, horneado en casa, calientito y suave por dentro y crujiente por fuera. Venía acompañado de un enorme ajo caramelizado que tenía un sabor agradable, para nada fuerte, y también por una salsa de jitomate con albahaca.
El capitán nos recomendó el Vino Edicione 09, Farnese ($850), elaborado a partir de uva Primitivo. Era un vino potente, frutal y especiado, con tanino presente y cuerpo medio. En nariz se percibían aromas a frutos rojos, destacando la ciruela roja madura, y notas de tabaco, café y pimienta. Interesante opción.
Nuestra gula nos reclamaba algo dulce y delicioso. Así llegamos a la hora de los postres, que por desgracia nos decepcionaron. Eva pidió un Trío de panna cota ($85) de café, moscato y vainilla, cuyo único encanto era su suave textura.
Gerardo se decidió por la Tarta de higos ($80), ampliamente ensalzada por el camarero, que resultó un gran fiasco, pues tenía poca fruta y una especie de compota hecha a base de higo con un sabor amargo que estropeaba el platillo.
Lo que no nos decepcionó fueron las aromáticas copas de vino moscato, que nos mandaron como cortesía de la casa. Como lo llevaron servido, no pudimos ver cuál era el nombre. Nos gustó y pedimos dos copas más ya por nuestra cuenta. Después nos dimos cuenta de que por alguna misteriosa razón nos cobraron una a $85 y la otra a $98.60.
Mientras cenábamos se desocupó la otra mesa y se ocupó una más, pero los comensales cenaron rápido y se fueron, así que nos quedamos como los últimos mohicanos. Por fortuna, el servicio fue muy esmerado y eso contribuyó a que nos sintiéramos menos solos.

Dirección: Presidente Masaryk 48, Colonia Chapultepec Morales, Ciudad de México.

Teléfonos: 5531-6828 y 5531-6826.

Horarios: Dom. de 13:00 a 18:00 hrs.

Lun. a Jue. de 13:00 a 00:00 hrs.

Vie. a Sáb. de 13:00 a 1:00 hrs.


lunes, 14 de noviembre de 2011

A Shu… salud!


En esta ocasión fuimos a Shu, un restaurante japonés de la cadena del Suntory que abrió sus puertas en Santa Fe a mitad de la primera década del Siglo XXI, con un estilo más desenfadado. Comenzamos diciendo ¡Salud¡, Eva con un Martini y Gerardo con un etiqueta negra.
Y es que el lugar siendo agradable y burgués no es tan formal como el Suntory. No hay salón tradicional, sino sólo tepanyaki, y en compensación tiene un bar lounge con decoración un tanto de disco ochentera.
La comida nos gustó, el servicio fue muy esmerado y ágil, pero impersonal y con esa rapidez interna que caracteriza al país del sol naciente.
Pedimos tres platos para empezar: el primero fue el Pato Shu ($220) acompañado de tres diferentes salsas: de ciruela, de ostión y una mayonesa. Eran rebanadas delgadas de pechuga de pato preparadas al momento sobre la plancha de Tepanyaki con crepas para “taquear” y un toque de vegetales frescos. Muy rico.
Ordenamos también un Gyuniko no tataki ($250): un filete de res de corte fino término inglés, con salsa mexicana, salsa yuzu y rebanadas de aguacate. La carne era buena, el corte y el término correctos, y la combinación de sabores buena.
Y como última entrada pedimos unos Conos crunch ($120), que venían fritos y rellenos de atún con salsa de mango, piñones y ajonjolí negro. Fue la menos agraciada de todas.
Gerardo pidió de la tradicional sopa de soya Miso Shiru ($60) que no lo decepcionó. Esta sopa se puede tomar antes, durante o después de los platos fuertes. Los japoneses acostumbran tomarla al final, pero ir sorbiendo tragos entre lo que se pica de un plato y otro es también una excelente opción.
Como platos fuertes, y también para compartir, ordenamos primero unos Nidos de atún ($310) que consistía en un gunkan (envoltura) no de alga, sino de atún sellado relleno con foie gras al teriyaki y unas rebanadas de manzana fresca, que sobresalían como si fueran las aletas de un tiburón, y que le daban un toque delicioso. Fueron los favoritos de Gerardo.
Ya comentamos esa prisa interna que se vive en los restaurantes japoneses en donde los platos van saliendo rápidamente, casi amontonados, lo que provocó que nuestros nidos se enfriaran y sus características no fueran las óptimas. Como percibimos que se trataba de un plato muy intenso y sabroso, pese a comerlo primero frió luego recalentado, regresamos una semana más tarde para comerlos clientitos y recién hechos. Valió la pena.
Y para no salirnos de lo clásico, ordenamos un Tepanyaki de mariscos mixtos ($455). Todo en orden. Tradicional, sencillo y bueno. Incluía robalo, salmón, camarón callo de hacha y las tradicionales verduras.
El vino que pedimos fue el Valdivieso Premium, single vineyard, Malbec 2006 ($810). Un muy buen Malbec, estructurado, con cuerpo, muy agradable fue un muy buen maridaje para nuestros platos.
De postre Eva eligió el Trío de chocolate con rosa ($105), que era una mezcla de mousse de chocolate blanco, semi amargo y amargo, envuelto en una teja de almendra acompañado de helado de rosas y crema inglesa. La parte favorita de Eva fue el helado de rosas, del que pidió le sirvieran un poco más. Le hubiera gustado más que cada mousse estuviera por separado. Pero era aceptable.
Gerardo prefirió la Shu Jelly ($80) que era una gelatina de limón con cubitos de fruta, con una bola de limón encima y piñones. Una opción sencilla, ligera y refrescante.
Para acompañar pedimos sendas copas de vino Santa Mónica Late Harvest Semillon-Riesling 2004 ($85 cada una), que cumplieron decorosamente su misión de escoltar a los postres en el paladar.
Esta vez no hay quejas. La comida fue buena y el servicio esmerado. Brindamos por ello. El único pero es que a toda esa eficiencia le hizo falta un poco más de alma. Pero, con todo, fue excelente.

Dirección: Calle 3 número 55, Col. Lomas de Santa Fe, Ciudad de México.

Teléfonos: 5292-4834 y 5292-4839.

Horarios: Dom. de 13:00 a 21:00 hrs.

Lun. a Jue. de 13:00 a 23:30 hrs.

Vie. a Sáb. de 13:00 a 00:00 hrs.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Bistró 83, en la calle de la Amargura


El Bistró 83, que lleva varios años funcionando con éxito en el Desierto de los Leones, abrió hace una semanas un restaurante gemelo en San Ángel, al sur de la Ciudad de México, ni más ni menos que en la famosa calle de Amargura. Así que fuimos a conocerlo.
El lugar es hermoso y lo mejor es la terraza, en la que no tuvimos la suerte de estar, porque no había mesas disponibles. Nos ubicaron en el salón que si bien era agradable no era tan llamativo.
Eva se retrasó y Gerardo, que moría de hambre, pidió un Paté de champagne maison ($140) que era el paté de la casa elaborado artesanalmente y servido con pan campesino ligeramente tostado y pepinillos. Como su nombre lo indica, era un paté rústico, elaborado en el lugar y de buen sabor y textura que iba bien con el pan propuesto.
Cuando Eva llegó, se encontró con que el chef ejecutivo, Horacio Armendariz, estaba platicando con Gerardo. Se presentó muy amablemente, lo que nos dejó una muy grata impresión. Desgraciadamente duró poco, porque a escasos minutos, cuando ordenamos unas copas de Malamado Viognier ($85 c/u) para acompañar el paté, se acercó un hombre, que suponemos era el capitán, a preguntarnos de mala manera si éramos de la competencia o qué, porque tomábamos fotografías de la carta y de los platillos. Dijo que el gerente, a quién no tuvimos la suerte de conocer, ya se había dado cuenta. Le respondimos que simplemente éramos comensales. Se fue, pero nos acompañó con su mirada inquisidora durante toda la velada.
Así iniciamos la cena. Como primer tiempo Eva ordenó un queso Brie tibio ($135), que venía servido con una reducción de vino tinto y uvas. Era un plato sencillo y aceptable.
Gerardo escogió la Ensalada portobello ($115) descrita en la carta de la siguiente manera: “se presenta en rajas tibias que se acompañan de una vinagreta de jitomate deshidratado, cebollín y aceite de oliva”. O sea, no se menciona la lechuga por lado alguno.
Y justo en la confusión del reclamo por las fotos le sirvieron una ensalada de lechuga con la vinagreta descrita y piñones y en otro plato, como si fuera cosa aparte, el portobello. La verdad es que la ensalada no estaba muy apetitosa, pero el portobello sí tenía buen sabor, así que se comió el hongo y dejó la lechuga.
La carta de vinos era muy reducida, pero de entre las pocas opciones que había, escogimos un Fuentespina Crianza 2006 ($810), D.O Ribera del Duero, elaborado con uva Tempranillo. Vino estructurado, con carácter, una buena opción para combinar con nuestros platillos.
Ya que estábamos en un bistró, Eva se decidió por un Coq au vin ($185), que no era gallo, sino pollo, pero sobre cocido y sin sazón, horrible. La salsa era aceptable, pero no tenía sentido comerla sin un buen producto principal, además la presentación no era nada bonita. No pudo con él y lo dejó. 
Definitivamente esa no era la noche de las fotos, porque justo en este plato se le acabó la pila a la cámara y tuvimos que seguir fotografiando con la cámara del celular.
Gerardo pidió el Filete de res a la pimienta negra ($210) que estaba sabroso pero no era apto para cualquier paladar, porque picaba en serio. Pero sobre advertencia no hay engaño y en la carta lo decía muy claro: “impregnado de abundante pimienta se guisa en la plancha al gusto y se acompaña de una recia salsa al brandy”. El término era el solicitado y la textura y el sabor los correctos. Venía acompañado de una papa al horno. Un buen plato.
Ya de postre Eva pidió un Pie de limón ($75), una versión mas ligera, que combinaba los sabores tradicionales con un poco de sorbete de frambuesa, resultaba agradable.
Gerardo, en un exceso de gula para lo que acostumbra en los postres, se lanzó con el Fondant de chocolate ($85).  Venía acompañado de helado de avellana. El helado no era muy bueno, pero el fondant sí. Como era de esperar, al meter la cuchara, salía el chocolate fundido, calientito.
El servicio fue lento y pasó mucho tiempo entre un tiempo y el siguiente, y con frecuencia era descuidado en los detalles.
Pero, la verdad es que con el recibimiento tan hostil que nos dieron, no pudimos disfrutar de una velada agradable. Así es que nuestra estadía fue corta y desangelada. Nos sentimos, literalmente, en el callejón de la amargura.

Dirección: Amargura 17, Col. San Ángel, Ciudad de México.
Teléfono: 5616-4911
Página web: http://www.bistro83.com.mx/
Horarios: Dom. a Lun. de 8:00 a 18:30 hrs.
Mar a Sáb. de 8:00 a 22:30 hrs.