Los miércoles en el restaurante Valkiria son de martinis y de jazz. De eso nos enteramos ya en el lugar y nos sorprendió que pese a ello el camarero nos preguntara a palo seco, nada más sentarnos, qué queríamos tomar. Le pedimos sus recomendaciones y nos recitó los cinco martines clásicos y trillados. Le preguntamos si tenía carta de tragos y, oh sorpresa, nos llevó la más completa jamás vista hasta ahora por estos pecadores.
Tras un largo escrutinio Sonia se decidió por el Fall in Love ($110), con vodka, champaña y passoa que no le pareció maravilloso y definió como un mal intento de un kirsch royal.
Gerardo pidió uno de mango con chamoy que de plano no se bebió porque el mango no se percibía por ningún lado, devorado por la acidez el chamoy. No reclamó y simplemente lo puso a un lado, pero tuvieron el detalle de no cobrarlo, algo que casi no pasa en la mayoría de los restaurantes.
Nos sentamos en la terraza, que es muy acogedora, con una iluminación ideal, ni muy fuerte ni muy tenue.
Pedimos tres entradas. Dos estaban regulares y la otra muy buena. Era unos tacos de pato al pastor ($131) que traían su piña y su jardín y que acompañaba una salsa de chile de árbol con mango deliciosa. El pato se derretía en la boca con un sabor equilibrado a axiote que junto con lo dulce de la piña y la salsa recreaba el inconfundible sabor de un taquito callejero.
Cuando trajeron los rollitos chinos ($69), que de hecho fue lo primero que nos sirvieron, no nos dio tiempo de decirle al mesero que no los repartiera en los platos, para poderles tomar la foto en su presentación original. No fueron ni con mucho los mejores y no por el gusto del relleno, que aunque distaba mucho de un ‘spring roll’ original, no era malo. Lo que sucedió es que por el tamaño de la porción (5 cm. aproximadamente) la pasta ‘egg roll’ se hacía gruesa predominando sobre el sabor de todo lo demás.
La tercera entrada fue unos tacos de langosta ($130) que no ameritan ningún comentario, excepto que estaban totalmente insípidos, la langosta estaba sobre cocida y la tortilla era como para mendigos, de lo dura que estaba. Al final fueron tres comentarios.
Para decidirnos por los fuertes tuvimos que revisar una carta muy variada, con propuestas orientales, italianas, francesas y, en menor medida o en toques de fusión, mexicanas. En general una oferta muy completa como para complacer a cualquier paladar.
La vajilla era homogénea, platos cuadrados, blancos seguramente con la intención de resaltar nada más que los alimentos.
Sonia se siguió con un pato ($197) anunciado con miel de agave y jalea de jitomate. La presentación no era nada complicada, pero la cocción del pato no favorecía nada al sabor y mucho menos a la textura que se hizo seca y pastosa. La miel de agave no era tal, sino que era una salsa de mezcal y caramelo, que en compensación era realmente buena y acompañaba muy bien el conjunto. Por otro lado, la jalea de jitomate estaba bien hecha pero tenía exceso de comino, un ingrediente que por su intensidad tiende a predominar sobre casi cualquier otro.
Gerardo con una propuesta más sana, como casi siempre, pidió un esmedregal con costra de chorizo ($205), sobre una cama de frijoles y salsa verde que, a diferencia del pato de Sonia, estaba delicioso. El chorizo era de primera, con un sabor definido, pero no penetrante, que combinaba muy bien con el pescado, en el punto ideal de cocción, y que hacían un todo delicioso con la cama de frijol.
Para acompañar nuestros platos fuertes, esta vez se nos antojó un tempranillo Jardín Secreto 2007 ($800), de la bodega Adobe, una edición especial con carácter animal y herbal, complejo, con muchos matices por su constante evolución.
La atención del sommelier, junto con la música y el ambiente, fue lo que más nos gustó del Valkiria.
A petición nuestra nos hizo una mini cata en la que la iluminación no colaboró mucho para apreciar el color, pero sirvió de contraste para que luciera la nariz y salieran infinidad de aromas que surgían al evolucionar el caldo.
De postre Sonia pidió una créme brulé doble ($86), de liche y cardamomo. Un dúo delicioso, sobre todo la de cardamomo con una parte cítrica muy acentuada, la de liche estaba buena pero no era tan intensa de sabor.
Gerardo, ante la nula oferta de postres sin lácteos, como en casi todos los establecimientos en México, pidió lo único que debía comer, a saber, los típicos sorbetes ($81) que eran mejor que los de otros lugares y peor que los de otros muchos.
Hubo una cortesía de galletitas de mantequilla, merenguitos, uvas cristalizadas y unas tejas de almendra. Todos muy ricos, aunque la teja estaba blanda. En contraste con la cortesía, cobraron $25 de cubierto por persona.
Para acompañar los postres, el sommelier nos recomendó un Ice wine de la bodega Pillitteri Estates Winery, de Canadá ($110 por copa). Los aromas de ate de membrillo, chabacanos y miel maridaban de maravilla con el dulce.
La noche era fresca tras un profuso aguacero caído en la tarde. Con todo, estar en la terraza era agradable por su decoración sencilla, pero hecha para sentirse a gusto. Ya sobre la una de la madrugada comenzó a refrescar y Sonia tuvo que ponerse el abrigo.
En cuanto al servicio, podemos decir que fueron muy atentos, constantes, profesionales y amables. Sólo podemos quejarnos del primer mesero al que, obvio, le dio flojera recomendarnos un buen martini o tal vez no se sabía la carta.
Dirección:
Presidente Masaryk 419, Col. Polanco
Tel.: 5280-6242 / 5280-6682 / 5280-7293
Horario:
Dom de 13:30 a 18:00 hrs.
Lun a Mie de 13:00 a 00:00 hrs.
Jue a Sab de 13:00 a 00:30 hrs.
miércoles, 25 de agosto de 2010
miércoles, 18 de agosto de 2010
Dulce Patria, una instantánea
Ya con la celebración del bicentenario encima, la chef Martha Ortiz abrió su nuevo restaurante Dulce Patria, en Polanco, no muy lejos de donde se ubicó el legendario Águila y Sol.
El inició de operación fue el lunes 9 de agosto, con varios meses de retraso sobre la fecha inicialmente prevista y aún de manera informal, tal y como nos dimos cuenta nada más entrar y notar el contraste de la esplendorosa fachada con el interior, bonito, pero todavía inacabado.
La mayor parte de los comensales esa segunda noche de actividad del restaurante, eran invitados o conocidos de la chef propietaria, quien todo el tiempo estuvo atenta del servicio, yendo de mesa en mesa preocupándose porque todo estuviera bien y haciendo plática.
Sólo estaba funcionando el salón de la planta baja, que tenía 16 mesas, todas ocupadas en la mayor parte por políticos y actores. Los únicos desconocidos éramos 'los pecadores' que nos dedicamos a tomar fotos y pusimos nervioso a todo el personal y, sobre todo a la chef que no dejaba de rondar la mesa.
La carta es provisional y muchos de los platos son recuperados del Águila y Sol. EL capitán nos comentó que esa es la propuesta básica, que será mucho más completa cuando se haga la apertura oficial. A pesar de que la oferta era reducida, tenía variedad y al mismo tiempo homogeneidad.
Tratándose de un lugar que aún no está terminado, resulta difícil hacer una crítica que refleje una realidad en evolución, pues más que una instantánea, haría falta una película. Por eso pensamos regresar cuando ya todo esté a punto para poder tener una visión más objetiva.
En seguida el capitán nos recomendó la peculiar coctelería del lugar. Sonia aceptó una margarita de tuna roja ($98) que estaba buena pero sobretodo era más bonita, escarchada con azúcar dorada y una flor. Gerardo pidió un coctel de granada con tequila ($98) y una gelatina que jamás percibió porque se quedó pegada a la copa.
De entradas, las probamos todas, que tampoco eran tantas, pero la oferta del capitán de darnos medias órdenes nos facilitó la decisión.
Comenzamos con un guacamole ($46 media orden) mexicano que no tenía nada de extraordinario más que unos totopos de varias formas y distintos tipos de maíz, además traía granos de granada.
También nos llevaron una tarta de huauzontle ($50 la pieza) que más bien era como un quiche con bastante queso que escondía el sabor del ingrediente principal. Se presentaba con dos ramitas de la misma planta, mal escaldadas porque estaban amargas, y una salsa de chile guajillo a la canela que acompañaba bastante bien el platillo.
Después probamos los rehiletes ($50 la pieza) hechos de pasta filo rellenos de chilorio en una cama de cebolla y col morada con lechuga romana, que estaban secos y les hacía falta una salsa que mejorara la textura y atenuara lo salado del chilorio.
Siguió el ceviche vampiro ($137) de esmedregal, del que pedimos la orden completa. Llevaba mango, cebolla morada, cilantro y una salsa hecha a base de sangrita. Nos gustó bastante y eso que Gerardo no es fanático de lo crudo, pero sí amante del buen ceviche acapulqueño.
Ya estaban listos para servirnos el plato fuerte, cuando tuvimos que recordarles que nos faltaban las quesadillas multicolor (surtidas -$96-), presentadas muy monas encima de un mini anafre de peltre y con una cucharita del mismo material para la salsa verde. Había de queso con epazote, flor de calabaza con piñón y de machaca. Sólo eran quesadillas, pero lo que mejoró todo fue la salsa que tenía un toque de hierbabuena.
Las entradas nos recordaron a las del Paxia, donde la idea es buena pero la realización se queda por abajo del concepto original.
Los platos principales pertenecían a una liga mayor. Gerardo ordenó pato al mole negro ($238) que según el capitán era una de las especialidades. La presentación era buena, la cocción y textura eran adecuadas y los sabores del mole y del pato se complementaban perfectamente entre sí y con el plátano que acompañaba.
Sonia se decidió por el mole de olla ($185) por recomendación del capitán, y le gustó, pero no era nada excepcional y la presentación, aunque estaba muy bonita, era poco funcional, pues en el mismo plato había otros platitos con la cebolla, el cilantro y los limones, lo que hacía un poco incómodo el proceso.
Los fuertes los maridamos con un vino de las bodegas Pijoan de nombre Leonora ($971), una mezcla de cabernet y merlot, de buen cuerpo, tanicidad media y barrica especiada. Buen maridaje por lo condimentado del mole negro y el de olla.
En los postres se cayó la progresión que había ido en crescendo, con unas entradas más bien simples, unos platos fuertes sólidos y un cierre dulce que se vino abajo y no fue el cierre apoteósico con broche de oro que se espera para finalizar una buena cena.
Primero nos enviaron una supuesta cortesía (por la que finalmente cobraron $95) de pan de elote con salsa mística de manzanilla con una aureola de caramelo adornada con flores de manzanilla cristalizadas. Estaba bueno, pero no que cobraran por algo que presumieron como obsequio de la casa.
Aparte, Sonia pidió La flor más bella del ejido ($99), que era una copa con una gelatina de curado de fresa, capullos de biznaga, y xoconostle en almíbar. Le gustó mucho más la presentación que el sabor pues tenía excesiva acidez y no se percibían bien los sabores de las gelatinas.
Gerardo pidió una la feria de nieves ($88), que originalmente en la carta era de sorbetes y helados, pero sólo pidió que le llevaran los primeros que eran sendas bolas de chocolate, mango y guanábana y que estaban buenos, aunque el mango menos.
Lo más destacable de los platos fue la presentación que llegaba a ser espectacular en algunos casos, aunque la chef se valió de un recurso no muy aprobado en la cocina profesional: utilizar elementos que no son comestibles o que no están implicados en el sabor del plato, como hojas de maíz pintadas, ramas de jamaica, entre otros.
Pero por otro lado se observaba un buen trabajo, ya que cada platillo tenía una vajilla específica y detalles muy coquetos, como por ejemplo en los dulces, estos sí de cortesía, que nos llevaron al final.
El servicio fue la mejor parte porque estuvieron muy pendientes de nosotros, nos recomendaron varias cosas y acertaron en casi todo. Especialmente los capitanes, que hicieron muy bien su trabajo.
La decoración, es mexicana obviamente. Pero con la elegancia de una hacienda, colores vibrantes y muchos dorados. Tanto en la entrada, como en los platos base y en las mismas mesas, a manera de luz interior, se refleja una flor que pareciera el logo del lugar por su frecuente aparición. Los colores cálidos y una ambientación relajante, sin minimizar las percepciones de la comida, son el conjunto perfecto.
Tendremos que regresar después de que se haga la inauguración oficial y el lugar alcance su ‘velocidad de crucero’ para hacer la crítica de la película completa. Por ahora les dejamos esta instantánea.
Dirección:
Anatole France 100, Col. Polanco (Ver mapa)
Tel. 3300-3999
Horarios:
Dom. de 13:30 a 17:30 hrs.
Lun a Sab de 13:30 a 23:30 hrs.
El inició de operación fue el lunes 9 de agosto, con varios meses de retraso sobre la fecha inicialmente prevista y aún de manera informal, tal y como nos dimos cuenta nada más entrar y notar el contraste de la esplendorosa fachada con el interior, bonito, pero todavía inacabado.
La mayor parte de los comensales esa segunda noche de actividad del restaurante, eran invitados o conocidos de la chef propietaria, quien todo el tiempo estuvo atenta del servicio, yendo de mesa en mesa preocupándose porque todo estuviera bien y haciendo plática.
Sólo estaba funcionando el salón de la planta baja, que tenía 16 mesas, todas ocupadas en la mayor parte por políticos y actores. Los únicos desconocidos éramos 'los pecadores' que nos dedicamos a tomar fotos y pusimos nervioso a todo el personal y, sobre todo a la chef que no dejaba de rondar la mesa.
La carta es provisional y muchos de los platos son recuperados del Águila y Sol. EL capitán nos comentó que esa es la propuesta básica, que será mucho más completa cuando se haga la apertura oficial. A pesar de que la oferta era reducida, tenía variedad y al mismo tiempo homogeneidad.
Tratándose de un lugar que aún no está terminado, resulta difícil hacer una crítica que refleje una realidad en evolución, pues más que una instantánea, haría falta una película. Por eso pensamos regresar cuando ya todo esté a punto para poder tener una visión más objetiva.
En seguida el capitán nos recomendó la peculiar coctelería del lugar. Sonia aceptó una margarita de tuna roja ($98) que estaba buena pero sobretodo era más bonita, escarchada con azúcar dorada y una flor. Gerardo pidió un coctel de granada con tequila ($98) y una gelatina que jamás percibió porque se quedó pegada a la copa.
De entradas, las probamos todas, que tampoco eran tantas, pero la oferta del capitán de darnos medias órdenes nos facilitó la decisión.
Comenzamos con un guacamole ($46 media orden) mexicano que no tenía nada de extraordinario más que unos totopos de varias formas y distintos tipos de maíz, además traía granos de granada.
También nos llevaron una tarta de huauzontle ($50 la pieza) que más bien era como un quiche con bastante queso que escondía el sabor del ingrediente principal. Se presentaba con dos ramitas de la misma planta, mal escaldadas porque estaban amargas, y una salsa de chile guajillo a la canela que acompañaba bastante bien el platillo.
Después probamos los rehiletes ($50 la pieza) hechos de pasta filo rellenos de chilorio en una cama de cebolla y col morada con lechuga romana, que estaban secos y les hacía falta una salsa que mejorara la textura y atenuara lo salado del chilorio.
Siguió el ceviche vampiro ($137) de esmedregal, del que pedimos la orden completa. Llevaba mango, cebolla morada, cilantro y una salsa hecha a base de sangrita. Nos gustó bastante y eso que Gerardo no es fanático de lo crudo, pero sí amante del buen ceviche acapulqueño.
Ya estaban listos para servirnos el plato fuerte, cuando tuvimos que recordarles que nos faltaban las quesadillas multicolor (surtidas -$96-), presentadas muy monas encima de un mini anafre de peltre y con una cucharita del mismo material para la salsa verde. Había de queso con epazote, flor de calabaza con piñón y de machaca. Sólo eran quesadillas, pero lo que mejoró todo fue la salsa que tenía un toque de hierbabuena.
Las entradas nos recordaron a las del Paxia, donde la idea es buena pero la realización se queda por abajo del concepto original.
Los platos principales pertenecían a una liga mayor. Gerardo ordenó pato al mole negro ($238) que según el capitán era una de las especialidades. La presentación era buena, la cocción y textura eran adecuadas y los sabores del mole y del pato se complementaban perfectamente entre sí y con el plátano que acompañaba.
Sonia se decidió por el mole de olla ($185) por recomendación del capitán, y le gustó, pero no era nada excepcional y la presentación, aunque estaba muy bonita, era poco funcional, pues en el mismo plato había otros platitos con la cebolla, el cilantro y los limones, lo que hacía un poco incómodo el proceso.
Los fuertes los maridamos con un vino de las bodegas Pijoan de nombre Leonora ($971), una mezcla de cabernet y merlot, de buen cuerpo, tanicidad media y barrica especiada. Buen maridaje por lo condimentado del mole negro y el de olla.
En los postres se cayó la progresión que había ido en crescendo, con unas entradas más bien simples, unos platos fuertes sólidos y un cierre dulce que se vino abajo y no fue el cierre apoteósico con broche de oro que se espera para finalizar una buena cena.
Primero nos enviaron una supuesta cortesía (por la que finalmente cobraron $95) de pan de elote con salsa mística de manzanilla con una aureola de caramelo adornada con flores de manzanilla cristalizadas. Estaba bueno, pero no que cobraran por algo que presumieron como obsequio de la casa.
Aparte, Sonia pidió La flor más bella del ejido ($99), que era una copa con una gelatina de curado de fresa, capullos de biznaga, y xoconostle en almíbar. Le gustó mucho más la presentación que el sabor pues tenía excesiva acidez y no se percibían bien los sabores de las gelatinas.
Gerardo pidió una la feria de nieves ($88), que originalmente en la carta era de sorbetes y helados, pero sólo pidió que le llevaran los primeros que eran sendas bolas de chocolate, mango y guanábana y que estaban buenos, aunque el mango menos.
Lo más destacable de los platos fue la presentación que llegaba a ser espectacular en algunos casos, aunque la chef se valió de un recurso no muy aprobado en la cocina profesional: utilizar elementos que no son comestibles o que no están implicados en el sabor del plato, como hojas de maíz pintadas, ramas de jamaica, entre otros.
Pero por otro lado se observaba un buen trabajo, ya que cada platillo tenía una vajilla específica y detalles muy coquetos, como por ejemplo en los dulces, estos sí de cortesía, que nos llevaron al final.
El servicio fue la mejor parte porque estuvieron muy pendientes de nosotros, nos recomendaron varias cosas y acertaron en casi todo. Especialmente los capitanes, que hicieron muy bien su trabajo.
La decoración, es mexicana obviamente. Pero con la elegancia de una hacienda, colores vibrantes y muchos dorados. Tanto en la entrada, como en los platos base y en las mismas mesas, a manera de luz interior, se refleja una flor que pareciera el logo del lugar por su frecuente aparición. Los colores cálidos y una ambientación relajante, sin minimizar las percepciones de la comida, son el conjunto perfecto.
Tendremos que regresar después de que se haga la inauguración oficial y el lugar alcance su ‘velocidad de crucero’ para hacer la crítica de la película completa. Por ahora les dejamos esta instantánea.
Dirección:
Anatole France 100, Col. Polanco (Ver mapa)
Tel. 3300-3999
Horarios:
Dom. de 13:30 a 17:30 hrs.
Lun a Sab de 13:30 a 23:30 hrs.
lunes, 9 de agosto de 2010
Gu… gu, gu; da, da, da
El restaurante Gu, en Polanco, está en la misma esquina donde antes se ubicó el L’Olivier, de comida francesa, del que heredó la cocina abierta tras una exitosa remodelación que dejó un lugar muy agradable.
Algo que nos gustó fue que es de los pocos lugares en donde tienen carta de cocktails, dividida en clásicos, mojitos y los de la casa. Nosotros nos decidimos por los mojitos, Sonia por el royal ($125), que tenía ron Matusalén, champán y esferas de melón chino y Gerardo por el clásico ($115). Al servirlos, al primero le faltaban las esferas, por lo que lo regresamos, pero luego, al probarlo Sonia constató que no cambiaba mucho el sabor.
La carta presentaba platos de fusión y era un tanto ecléctica con una oferta que iba desde pacholas y chiles rellenos hasta caracoles a la bourguignonne o magret de pato, pasando por un pámpano con salsa ponzu y bok choi. ¡Nada homogénea!
De entrada pedimos para compartir taquitos de pescado con frijol negro, lechuga y aguacate, acompañados con salsa de chile cascabel. Al probarlos nos parecieron un tanto insípidos, pero conforme fuimos comiendo se sintió más el sabor, sin llegar a ser nada extraordinario.
La otra entrada era un créme brulé de foi gras, acompañado de esalada de lechugas con reducción de balsámico y gelé de jamaica y mandarina, con brioche tostado de avellana. El plato era bueno en general, pero se quedó por debajo de las expectativas. El foi venía cremoso, con una costra de azúcar caramelizada, lo que la daba un toque bastante dulce que se equilibraba con las gelés que, en el caso de la Jamaica era excesivamente ácida. El brioche no era el pan adecuado para este plato, ni por su textura (se desmoronaba) ni por el sabor en el que por cierto no se percibía la avellana. Acabamos por comerlo con unas mini baguettes. La reducción de balsámico de la ensalada fue lo mejor de esta entrada, porque equilibraba el sabor del foi.
En cuanto a los platos fuertes, la variedad era tanta y tan heterogenea que resultaba difícil decidir qué pedir, porque había desde algo muy tradicional mexicano de cocina casera, hasta algunos platillos con fusiones muy extrañas, como el huachinango sobre cama de papa con una salsa de tomillo ($195) que pidió Gerardo y que llevaba flores de calabaza rellenas de tapenade ¡y capeadas! Con todo, el sabor no era fuerte y sí bastante equilibrado, a diferencia de la mayoría de la oferta de platos principales. Las papas estaban bien cocidas y combinaban bien con la salsa, llegando a superar incluso el sabor del pescado.
Sonia pidió un capelletti con jaiba ($195), que desde que llegó a la mesa fue una decepción, porque se podía percibir el aroma del conservador y a algo enlatado que podía ser la jaiba o una salsa que pertenece a una línea de salsas envasadas (Classico di Capri). Pero lo peor era el aspecto. Disculpen los lectores, pero parecía vómito. Y juzguen por la foto si exageramos. Para no hacerlo largo, Sonia, que siempre se termina su plato, dejó más de la mitad y llegó a casa con nauseas y un terrible malestar.
Junto con la decoración, lo mejor fue el servicio, especialmente la sommelier, muy documentada y certera en sus recomendaciones. Para maridar nos aconsejó un Ensamble Paralelo, de Hugo de Acosta, y un Equua. El primero era un multivarietal de siete cepas y el segundo de dos: grenache (70%) y shiraz (30%). Elegimos el Equua ($790), que por cierto en la carta aparecía como shiraz, siendo que era la porción minoritaria del caldo. El maridaje no era fácil, por la diversidad de los platos, pero la combinación fue acertadísima.
Los postres estuvieron por encima del nivel de los alimentos. Sonia pidió un macarrón ($75) gigante relleno de musseline de pistache acompañado con frambuesas con espuma de kirsh y sorbete de limón. De aspecto parecía una ‘cangreburger’ pero, con todo, la presentación era buena sobre un plato de laja. Además, el sabor de la muselina era maravilloso y se complementaban muy bien las tres preparaciones. Lo único criticable era el tamaño del macarrón, no por pequeño, sino porque ¡era interminable!
Gerardo decidió deschongarse una noche fría y lluviosa y sin hacer caso a los azúcares y lácteos pidió un fondant de chococolate con liches rellenos de mango y sorbete de liche ($73). No era el mejor fondant, pero le supo a gloria. Y es que no hay como lo prohibido. El sorbete maravilloso. La presentación era un poco retro y como de la casa del terror, con una silueta de tenedor marcada en cocoa.
Los postres los maridamos con un vino rosado de California: Beringer, zifandel, que dejaba un agradable gusto de mantequilla en el paladar.
Tratando de rescatar lo positivo, lo mejor fue la cocina abierta, después el vino y luego el postre. Otro aspecto que resaltar, fue que cada plato se sirve en diferente vajilla, planeada para cada tipo de alimento. Lo demás, francamente intrascendente.
Algo que nos gustó fue que es de los pocos lugares en donde tienen carta de cocktails, dividida en clásicos, mojitos y los de la casa. Nosotros nos decidimos por los mojitos, Sonia por el royal ($125), que tenía ron Matusalén, champán y esferas de melón chino y Gerardo por el clásico ($115). Al servirlos, al primero le faltaban las esferas, por lo que lo regresamos, pero luego, al probarlo Sonia constató que no cambiaba mucho el sabor.
La carta presentaba platos de fusión y era un tanto ecléctica con una oferta que iba desde pacholas y chiles rellenos hasta caracoles a la bourguignonne o magret de pato, pasando por un pámpano con salsa ponzu y bok choi. ¡Nada homogénea!
De entrada pedimos para compartir taquitos de pescado con frijol negro, lechuga y aguacate, acompañados con salsa de chile cascabel. Al probarlos nos parecieron un tanto insípidos, pero conforme fuimos comiendo se sintió más el sabor, sin llegar a ser nada extraordinario.
La otra entrada era un créme brulé de foi gras, acompañado de esalada de lechugas con reducción de balsámico y gelé de jamaica y mandarina, con brioche tostado de avellana. El plato era bueno en general, pero se quedó por debajo de las expectativas. El foi venía cremoso, con una costra de azúcar caramelizada, lo que la daba un toque bastante dulce que se equilibraba con las gelés que, en el caso de la Jamaica era excesivamente ácida. El brioche no era el pan adecuado para este plato, ni por su textura (se desmoronaba) ni por el sabor en el que por cierto no se percibía la avellana. Acabamos por comerlo con unas mini baguettes. La reducción de balsámico de la ensalada fue lo mejor de esta entrada, porque equilibraba el sabor del foi.
En cuanto a los platos fuertes, la variedad era tanta y tan heterogenea que resultaba difícil decidir qué pedir, porque había desde algo muy tradicional mexicano de cocina casera, hasta algunos platillos con fusiones muy extrañas, como el huachinango sobre cama de papa con una salsa de tomillo ($195) que pidió Gerardo y que llevaba flores de calabaza rellenas de tapenade ¡y capeadas! Con todo, el sabor no era fuerte y sí bastante equilibrado, a diferencia de la mayoría de la oferta de platos principales. Las papas estaban bien cocidas y combinaban bien con la salsa, llegando a superar incluso el sabor del pescado.
Sonia pidió un capelletti con jaiba ($195), que desde que llegó a la mesa fue una decepción, porque se podía percibir el aroma del conservador y a algo enlatado que podía ser la jaiba o una salsa que pertenece a una línea de salsas envasadas (Classico di Capri). Pero lo peor era el aspecto. Disculpen los lectores, pero parecía vómito. Y juzguen por la foto si exageramos. Para no hacerlo largo, Sonia, que siempre se termina su plato, dejó más de la mitad y llegó a casa con nauseas y un terrible malestar.
Junto con la decoración, lo mejor fue el servicio, especialmente la sommelier, muy documentada y certera en sus recomendaciones. Para maridar nos aconsejó un Ensamble Paralelo, de Hugo de Acosta, y un Equua. El primero era un multivarietal de siete cepas y el segundo de dos: grenache (70%) y shiraz (30%). Elegimos el Equua ($790), que por cierto en la carta aparecía como shiraz, siendo que era la porción minoritaria del caldo. El maridaje no era fácil, por la diversidad de los platos, pero la combinación fue acertadísima.
Los postres estuvieron por encima del nivel de los alimentos. Sonia pidió un macarrón ($75) gigante relleno de musseline de pistache acompañado con frambuesas con espuma de kirsh y sorbete de limón. De aspecto parecía una ‘cangreburger’ pero, con todo, la presentación era buena sobre un plato de laja. Además, el sabor de la muselina era maravilloso y se complementaban muy bien las tres preparaciones. Lo único criticable era el tamaño del macarrón, no por pequeño, sino porque ¡era interminable!
Gerardo decidió deschongarse una noche fría y lluviosa y sin hacer caso a los azúcares y lácteos pidió un fondant de chococolate con liches rellenos de mango y sorbete de liche ($73). No era el mejor fondant, pero le supo a gloria. Y es que no hay como lo prohibido. El sorbete maravilloso. La presentación era un poco retro y como de la casa del terror, con una silueta de tenedor marcada en cocoa.
Los postres los maridamos con un vino rosado de California: Beringer, zifandel, que dejaba un agradable gusto de mantequilla en el paladar.
Tratando de rescatar lo positivo, lo mejor fue la cocina abierta, después el vino y luego el postre. Otro aspecto que resaltar, fue que cada plato se sirve en diferente vajilla, planeada para cada tipo de alimento. Lo demás, francamente intrascendente.
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