Esta vez elegimos ir a un restaurante de Vanguardia que busca ser sólo para iniciados. Afuera del local, en la calle Newton, Polanco, no hay letreros ni nada que indique que ahí se encuentra el Jaso, un coqueto lugar de altos precios.
La recepción fue buena, aunque nos preguntaron si teníamos reservación. Era temprano y el restaurante estaba vacío y en toda la noche de la decena de mesas sólo se ocuparon seis.
Lo más destacable y no sólo de la decoración, era la barra, donde se preparaban magníficos cocktails de los que Sonia probó el martini de pepino ($162) que le encantó y que sirvieron en copa de acero inoxidable, para guardar mejor el frío. Gerardo se decidió por la propuesta del mesero que era un champagne Louis Roederer sin antes preguntar el preció, por lo que lo ensartaron con $302. Los dos pesos seguramente eran por las burbujas. Por lo menos estaba buena.
La carta era muy simple en la concepción, pero con platillos complejos. Tenía 11 entradas y 11 platos principales y compensaba la cantidad con la variedad y la diversidad de ingredientes en donde predominaba la fusión.
Como cortesía, nos llevaron una cucharita de betabel baby acompañado con queso de cabra y nuez.
Sonia comenzó con ravioles de foi en salsa de trufa negra con frambuesas salvajes maceradas, ralladura de chocolate venezolano y láminas de parmesano ($264). Que en presentación no eran excelentes pero en sabor superaban la expectativa a pesar de que había un exceso de chocolate.
A Gerardo no le gustó mucho el ceviche de huachinango, calamares al carbón y mejillones de Baja. Sobre ensalada de bonito y ligero aderezo de soya orgánica ligeramente picante ($178)). Pero reconoció que era algo personal y no que el plato fuera malo, por lo que no lo regresó, pese a que apenas y lo probó. Al notarlo, el capitán le preguntó si no era de su agrado y Gerardo explicó lo dicho arriba, sin pedir que no lo cobraran. Sin embargo al traer la cuenta vio que tuvieron el detalle de no incluirlo. Respecto a la presentación podemos decir que era muy buena y diferente a la de un típico ceviche, aunque no muy funcional pues se perdían los jugos en el plato.
Para continuar a Sonia se le antojó el pollito horneado en nata sobre risotto con setas silvestres, bañado con salsa de vino tinto y cerezas de Washington State ($274). Éste tenía una presentación muy sencilla, y no era lo que se vendía en la carta pues el risotto en vez de tener setas tenía elotes y chícharo y las cerezas no eran para nada lo que se esperaba.
Gerardo ordenó un robalo negro rostizado, con puré de echalot y vino tinto, acentos a coco y berro, hongos salvaje salseados con burbujas de foi gras ($294) que simplemente estaba perfecto, con la cocción exacta, los sabores delicadamente combinados y la salsa de foi gras, de la que no puedo abusar como hubiera querido porque tenía el estómago delicado, maravillosa.
Después del plato fuerte, como cortesía y para limpiar el paladar, nos llevaron un sorbete de chicozapote con gelatina de agar con sabor a naranja.
Para maridar todo, a sugerencia del mesero, pedimos un Barón Balché, coupage de tempranillo y cabernet, que presentaba muchos sedimentos, acidez y barrica acentuada. Sólo maridó con los platillos de Sonia, pero con los de Gerardo, que requerían un vino más ligero, desentonó totalmente. Además, tuvimos que pedir primero que lo refrescaran y luego que lo decantaran, pues aunque desde el corcho era manifiesto que tenía sedimentos, el camarero lo sirvió tal cual.
De final Sonia se atascó con la degustación de postres ($285), que incluye dos: uno con chocolate y otro con frutas. El primero fue un brioche de chocolate con salsa de chocolate venezolano y helado de pistache, que era en verdad el mejor helado de pistache que ha probado en la vida. Y el segundo fue un milhojas de manzana, con helado de vainilla mexicana y un chip de manzana, bueno pero no excepcional.
Para terminar a Gerardo se le antojo la degustación de helados ($138) que por petición de su estómago se convirtió en degustación de sorbetes pues los lácteos no le caen muy bien. Los mejores eran el de guanábana y el de mango, que parecía que se estaba comiendo la fruta. El de limón también era muy realista y por lo mismo sabía amargo. El de fresa estaba un poco insípido y el de Jamaica bueno como una buena agua de Jamaica. Había uno de chocolate, delicioso, pero no era sorbete, sino helado y apenas lo probó, para beneficio de Sonia que se lo comió.
Nos agradó que las porciones de todos los platos fueran adecuadas, no tan pequeñas que parecieran de degustación ni tan grandes como para familia numerosa, sino suficientes para no quedarse con hambre ni empacharse. Eso sin contar las múltiples cortesías.
Como penúltimo obsequio nos llevaron a la mesa una cesta con mini madalenas recién horneadas, espolvoreadas con azúcar glass, que estaban sabrosas, pero súper engordadoras y más después de todo lo que habíamos comido.
Ya de salida nos regalaron a cada uno una cajita de bombones hechos en casa, que es costumbre de la casa con todos los comensales.
El servicio era amable y esmerado, pero les faltaba capacitación y a veces no sabían explicar muy bien los platillos y sus ingredientes, lo que contrastaba con el nivel y la sofisticación del restaurante.
Nos pareció un lugar correcto, discreto y detallista, es cierto, pero al que le faltaba estructura y cuyas pretensiones estaban por encima de su realidad.
Dirección: Newton 88, Polanco
Tel.: 5545.7476
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