lunes, 29 de marzo de 2010

Gulie, un malo con buena prensa


La noche que fuimos por primera vez al Gulie fue en esos días helados de febrero en los que llovió, hubo ventisca y hacía frío. Estaba como para quedarse en la casa, meterse en la cama y ver películas en la tele. Pero nos empeñamos en salir a cenar y fuimos al Gulie, en la Condesa. Y así nos fue.
La experiencia fue tan negativa que decidimos rechazarla para El Pecado, pues no quisimos incluir una recomendación negativa a los lectores entre los primeros post que subíamos al blog.
Sin embargo, revisando hace unos días el libro ‘dF A la mano, manual de usuario de la Ciudad de México’, nos sorprendió ver que en su apartado de restaurantes recomendaba al Gulie por encima de muchos otros locales de la Colonia Condesa.
Ante una discrepancia tan radical decidimos volver para ver si acaso no habíamos sido objetivos o simplemente el destino había hecho que esa primera experiencia coincidiera con una mala noche, no sólo desde el punto de vista meteorológico.

Regresemos a aquella aciaga velada de febrero.
Nos recibió el gerente en persona (éramos casi los únicos), quien muy gentilmente nos dijo las sugerencias: espárragos salteados con aceite de oliva con cama de hongos y jamón serrano ($98); sopa de cilantro ($60), y chamorro cocinado al alto vacío a fuego muy lento durante un tiempo prolongado ($195).
El hombre hizo un elogio tal del dichoso chamorro de cordero que nos lo antojó, pero cuando lo pedimos, el mesero, un chavo de pelo rizado y actitud muy cool (como si hubiera sido un cliente más) nos dijo primero que no había y luego, al insistirle que su jefe nos lo acababa de recomendar, reconoció que sí había, “pero estaba pasado”.
El mesero, soberbio, ya cruzando el límite de la impertinencia y la majadería como cobertura de su ignorancia sobre los ingredietes de los cocteles, respondió altivo cuando le preguntamos sobre los componentes del Rockstar que no podía revelarlos, porque eran “secretos de la casa”. Y así como para ubicarnos explicó, sin que nadie se lo pidiera, que ese restaurante no era como otros, sino que era muy diferente, de autor, y que si pedías la Avocalada (otro aperitivo) no te iban a servir “guacamole con totopos”.
A Sonia le pareció que el verdadero rockstar era el mesero, pero luego nos dimos cuenta de que no era mala persona y que actuaba así más por falta de capacitación que por mala voluntad.
Cuando regresamos, pocos días antes de Semana Santa, nos atendió el mismo camarero, pero ya con una actitud mucho más positiva. Se ve que los casi 45 días de experiencia sí le aprovecharon.
La carta de bebidas era amplia en febrero y lo seguía siendo a finales de marzo, pero con presentación paupérrima: unas hojas sueltas con manchas de grasa y dios sabe qué cosas más, eso sí, con muchos cocteles, pero sin descripción de los mismos. A favor hay que decir que la parte de los vinos, aunque reducida, estaba bien estructurada por las cualidades de los caldos catalogados por intensidad de sabor.
Otro aspecto en el que nuestro punto de vista no cambió es que la carta de alimentos era un compendio de lo que no debe ser un menú bien planteado. En primer lugar no tenía un estilo y era una mezcla ecléctica que combinaba elementos mexicanos, argentinos, españoles, franceses e italianos. Un ejemplo de lo aberrante que podía llegar a ser la mezcolanza era el Atún del Pacífico que se describía así: “sellado fresco, con callitos levemente ahumados y ratatouille ($150)”.
Una cosa es fusionar y otra amontonar platos de diferentes cocinas sin creatividad alguna. Y la abundante cantidad de la oferta no compensa la falta de calidad, sino que más bien confunde encontrar 13 entradas, cinco ensaladas, tres sopas, ocho opciones de pasta, unas 12 variedades de carne, aves y pescado, más los snacks y los postres, sin que sea visible una lógica que les dé unidad.

Tras marearnos viendo la carta pedimos de entrada para compartir los espárragos salteados que nos habían recomendado y que fue lo más rescatable de la cena, pese a que los espárragos no estaban bien limpios (desfibrados).
En la segunda visita repetimos los espárragos, que estaban más cuidados y sólo uno no había sido desfibrado.
La ensalada de peras ahumadas ($85) era una buena idea mal realizada, con buenos ingredientes (lechugas verdes, queso brie y jamón serrano), pero sin que la vinagreta de oporto (que era un simple puré de pasas) les diera homogeneidad, quedando los sabores dispersos.

De plato fuerte pedimos las enchiladas de pato confitado ($120), puesto que no había chamorro ni risotto del día. La impresión de las enchiladas fue positiva, el mole era de buena calidad y el pato tenía una cocción exacta aunque con cartílagos, pero la presentación, en un palto de barro y con aros de cebolla morada, estaba de mercadito.

En nuestro regreso, que por cierto era un día caluroso, en contraste con la primera noche, nos inclinamos por la sugerencia del mesero: Cabrería ($200), que eran 400 gramos de carne de la espalda cocinada con hueso, sellada primero y luego al horno con aceites y cubierta con mouse de berenjenas. El plato era muy superior a todo lo que probamos en nuestra primera visita, tanto en la realización como en la apariencia, sin llegar a ser nada excepcional. Lo acompañamos con la ensalada más sencilla para evitar complicaciones: la de berros con queso de cabra, que Gerardo retiro porque el queso caprino le cae mal al estómago, y una sencilla vinagreta.
En febrero las opciones de postre no se antojaban, y en especial la opción de fresas marinadas en crema de frambuesas, naranja con yogurt y nieve de fresa ($60) nos pareció una mezcla muy mala con texturas muy planas, muchos líquidos y cero creatividad.

La segunda vez Gerardo se aventuró a pedirle al mesero que le trajera las dichosas fresas, pero el joven explicó que ese postre ya no correspondía con la descripción del menú, pues sólo llevaban licor de campari, yogur y sorbete de frutos rojos. Él mismo, al notar que había un cierto recelo del comensal hacia los lácteos se ofreció a llevar el yogur por separado. ¡Oh gran sorpresa! Las sencillas fresas resultaron con mucho el mejor platillo de las dos visitas.

La casa que ocupaba el restaurante era bonita y bien decorada, sin embargo, era muy fría en febrero por la disposición del espacio, la iluminación y de algún modo la actitud. En marzo y de día fue otra cosa, pero nada impactante, en cualquier caso.
Y hablando de frío, nos congelamos esa famosa noche helada; Sonia menos porque venía del monte y ahí la temperatura era más baja, pero como el establecimiento tiene terraza y la dejaron abierta, se metía el viento gélido por los cuatro costados.
En conclusión, el Gulie nos pareció malo en febrero y nos lo siguió pareciendo a finales de marzo, pese a las recomendaciones.

Dirección:
Tamaulipas 45
Col. Condesa, Distrito Federal, Cuauhtemoc
Entre Montes de Oca y Juan Escutia
Telefono: 52563531
Horario:
Lun. a Dom. de 13:00 a 23:00 hrs.

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