martes, 23 de marzo de 2010

Landó, buena música


Este lunes fuimos a cenar al Landó, que está en el Parque Lincoln, en Polanco. La primera impresión fue mala, porque había un caballero en la terraza que fumaba un tremendo puro con la correspondiente humareda, así que decidimos sentarnos en el lugar más recóndito del interior. Y hasta ahí nos perseguían los efluvios del habano. El problema es que el lugar estaba mal concebido y nos tuvimos que tragar el humo de todos los fumadores de la terraza, como el resto de los comensales de la sección de NO fumar.
Ya entrados en materia, o sea en comer que es a lo que íbamos, la experiencia se quedó muy, muy por debajo de las expectativas que teníamos del lugar. Los precios eran de grandes ligas, pero la comida, sobre todo la presentación, era de un nivel que no alcanzaba ni remotamente las aspiraciones del lugar.
Lo que sí tenía excelente era la música. El mejor hilo musical de todos a los que hemos ido en este blog hasta el momento. El servicio también era bueno, a la antigüita, muy amable y esmerado.
Como era de esperarse no había carta de aperitivos, pero el mesero ofrecía diversas opciones y daba alternativas, de cocteles y tragos largos.
Sonia empezó con un cassis blanc ($110), el típico vino espumoso con un toque de cassis que refresca terminado con una cereza. Gerardo, para no perder la costumbre, pidió un etiqueta negra ($130) con soda, nunca falla.
Para acompañar los platos, el mesero amablemente nos recomendó dos arcángeles: Kerubiel ($990) y Serafiel ($930) de la bodega Adobe, en Valle de Guadalupe, pero preferimos el primero con una mezcla muy interesante de cinserre, grenache, voigner, syrah, tempranillo y mourvedre, un vino con buen cuerpo y carácter animal con toques florales de violeta.
La carta se componía de ocho entradas entre las que había jabugo, alcachofa a la vinagreta y otras opciones; después se encontraban cuatro carpaccios: atún, alcachofa y portobello, res y callo de hacha; otra sección contenía croquetas de diferentes ingredientes; después cuatro sopas, cinco ensaladas, cinco pastas, siete variedades de carne, tres aves, cuatro pescados, seis guarniciones y terminaba con siete postres. En todas las secciones existía lo típico, lo que no debe faltar y una opción más interesante, de lo que hacía una carta bastante completa y variada.

Como entrada pedimos para compartir el carpaccio de callo de hacha ($165), que a decir verdad era una porción paupérrima, una presentación nada atractiva y el producto protagonista estaba a un día de arruinarse.

Mejor estuvieron las sopas, Gerardo pidió la de cebolla ($90), que estaba bien hecha, tenía textura perfecta y un rico sabor, lo único que la porción era más que basta. Sonia ordenó el bisqué de langosta ($135), que no tenía la textura sedosa de un bisque, pero lo rescataba el sabor. Lo que sí, la presentación no hubiera ganado concurso alguno, como no fuera en una competencia del más feo.

De fuertes decidimos compartir el Atún Cajún ($190), que estaba algo seco; sin embargo, la reducción de balsámico que lo acompañaba era perfecta en textura y equilibrio dulce-salado.

También compartimos un Petit Landó -$290- (corazón de filete) con costra de tres pimientas que parecían como 300, por lo fuerte y predominante de su sabor, sobre todo la negra. A Sonia de plano se le descompuso el estómago con tan fuerte mezcla, que además traía su salsa, como no, de pimienta.
Como los platos no traían guarnición, ésta se pedía aparte, y a alguien en la cocina se le ocurrió que el berro era la mejor opción decorativa y gastronómica para acompañar todos los platos fuertes. La verdad es que con el atún sí pegaba, pero con el filete a las tres lumbres de pimienta de plano ni sabía a nada, igual que la carne, pues la pimienta adormecía la lengua y el paladar.
De acompañamiento, para usar el término de la carta, pedimos unas verduras al grill ($65) y una papa al horno del mismo precio que nunca llegó, porque se terminó de cocer cuando ya los platos estaban vacíos. Por lo menos el mesero tuvo la cortesía de preguntarnos antes si todavía la queríamos. Como no nos gusta pedir comida para tirar (perdón, para llevar) de plano le dimos las gracias y le dijimos que mejor para otro día.

Los postres deben ser la culminación de una fantasía. Por lo menos en el papel sí lo eran y en la realidad pedimos para compartir una tarta tatin que no estaba mal, pero distaba mucho de ser un sueño hecho realidad. Lo que, según Gerardo, sí era algo fuera de este mundo fue el helado de plátano que acompañaba a la tarta. Lo mejor es que sí sabía a plátano. Otra ventaja adicional es que era el plato de mejor presentación, sin ser espectacular.
Para terminar pedimos Sonia un café americano ($25) y Gerardo un Té Bollywond chai ($60) que sí estaba como de película de Bollywood, muy sabroso y especiado, con predominio claro de la canela sobre el clavo. Era un té de hojas, no esos mejunjes inmundos en polvo con leche ídem que abundan por los lugares de esta capital.
Como para desquitarse de que los precios del los vinos y del café no eran desorbitados, nos cobraron las dos órdenes de pan y mantequilla que sirvieron a $35 cada una.
Landó es un lugar pequeño, decorado como la típica idea que se tiene en el extranjero de un bistró. Casi como si los arquitectos de Disney lo hubieran convertido en un estereotipo. También quedaría bien como set para una película de Dick Tracy protagonizada por Humprey Bogart con un cigarrillo en la mano, porque lo que es a tabaco sí apestaba el lugar. Todo con buen jazz de fondo.

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