En un lunes lluvioso y lleno de tráfico decidimos ir a cenar a Astrid y Gastón.
Es un restaurante peruano de lujo que junto con las cevicherías La mar conforman la cadena de Gastón, el chef propietario, y Astrid, repostera, su esposa, en la que los sabores y los colores son muy intensos, en parte por el uso del ajinomoto como potenciador, y de los pigmentos naturales para pintar.
La noche era húmeda y gélida y el restaurante muy amplio, en la esquina de Mazaryk y Tenysson, estaba prácticamente vacío. Pese al clima nos ofrecieron sentarnos en la terraza, un par de grados de temperatura por debajo del salón principal, pero en la que lucía la cálida flama de dos quemadores de gas. Encandilados por el fuego, nos instalamos ahí, en una suave penumbra ámbar.
El capitán Efraín, fue el encargado del servicio toda la noche y lo hizo excepcionalmente pues es un profesional en todos los sentidos.
Para empezar nos recomendó un maracuyá sour ($155) que es con la base del pisco pero sin clara de huevo, que estaba delicioso, espumoso y súper refrescante.
Nos entregó la carta que, aunque está muy bien hecha con gran variedad de platos tradicionales y fusión, es algo larga. Todo, obvio, con un estilo muy particular del chef. El capitán nos recomendó varios platillos con explicaciones muy bien fundamentadas.
Sonia, guiada por la recomendación, pidió el ceviche Lima D.F. ($165) una mezcla de atún y camarones, leche de tigre, tamarindo y chipotle y guarnición de mango, cebolla morada y un poco de alga nori. Un deleite para golosos y amantes de las chucherías de chamoy.
Gerardo, igual por sugerencia, pidió la causa biodiversa ($130) que es un pastel de puré de papa y pasta de chile ají amarillo pigmentado con diferentes ingredientes que le dan su color y que se coronaban con diferentes escabeches como el de pulpo, salmón, cangrejo, etc. La presentación bastante colorida y bien estructurada, pero el sabor no era el mejor.
Como plato fuerte a Sonia le recomendaron las tiras de lomo salteadas ($200) con jitomates, cebollín, chile cuaresmeño rojo, cebollas moradas y papas fritas, guarnecido por arroz blanco con elote. Bastante bueno, una porción enorme, cocción perfecta del lomo y una reducción de jugos que acompañaba idealmente.
Gerardo ordenó el clásico cabrito lechal orgánico ($340) laqueado con sus jugos al romero, acompañado de una degustación de papitas peruana, crocante, rellena y de mortero. Le gustó pero le pareció de perfume muy intenso por la técnica que concentraba mucho los sabores. La cocción estaba bien hecha y se acompañaba con arúgula que bajaba la intensidad del cabrito, sólo que Gerardo odia la arúgula, así es que ya sabrán en dónde terminaron las hojitas.
Para las entradas pedimos una copa de vino blanco torrontés, argentino ($120) que estaba muy malo, perduraba poco en boca y era dulce y amargo a la vez, muy raro.
Para maridar los platos fuertes pedimos una botella de Navarro Correas ($925), monovarietal Merlot. Típico mermelada de frutos rojos y barrica ligeramente marcada.
De postre a Sonia se le antojó el pastelito de elote ($100) con helado de nata y que era como un delicioso budín de pan, pero la salsa no fue su favorita. El helado parecía un delicioso y transgénico Haagen Daz.
Gerardo, como siempre, prefirió fruta; en este caso fresas frescas con un chorrito de jugo de naranja, que aunque no estaban en carta, el capitán las ofreció. Un detalle muy particular, que sí se encuentra en la carta, es una leyenda que dice que ellos son artesanos y tienen toda la disposición de servir hasta lo que el cliente quiera, lo cual se comprobó con las frutas.
La decoración del lugar es elegante y sencilla, con mucha madera y nichos evocando una cava. La vajilla esta en función de cada platillo y aunque no son platos espectaculares están bien pensados de acuerdo a los alimentos. La terraza es estupenda, sobre todo para una noche cálida y estrellada, pero que pese al frío y la lluvia la disfrutamos entumecidos.
Por fortuna el vallet parking era muy eficiente y nos escoltó con grandes paraguas hasta el auto.
Astrid & Gastón
Tennyson 117
Esquina con Presidente Masaryk
Col. Polanco Chapultepec
Tel. 5282-2489
Horarios:
Lun-miér 13:30-22:30hrs., jue-sáb 13:30-23:00 hrs., dom 13:00-18:00 hrs.
miércoles, 28 de julio de 2010
martes, 20 de julio de 2010
Merotoro, un filósofo ranchero
El chef propietario del restaurante Merotoro, Jair Téllez, preparó una quijada de cerdo durante el congreso México, cocina abierta. Esto nos motivó a visitar su local en la Colonia Condesa de la Ciudad de México.
Otro aliciente para ir a Merotoro es que Jair también es ranchero.
Tiene su propio rancho (Cortez) en el Valle de Guadalupe en donde cría sus animales, siembra parte de las hortalizas que ofrece y además tiene un viñedo cuyos caldos vende en sus restaurantes (La Laja, en Ensenada, y Meretoro) bajo la marca Cañada de Encinos.
Esto se refleja en su propuesta gastronómica en la que se revela su filosofía de la vida y en la que el respeto por el comensal va de la mano con la honestidad con lo que se come. Porque no cosificar ni violentar a los animales y a las plantas forma parte del proceso de cría y cultivo.
Un ejemplo palpable lo degustarán si deciden pedir el vino ($450 la botella), un sabroso coupage de zinfandel y petit verdot, con sabores a nueces y pasas, que evoca un pan campesino.
Fuimos el miércoles a cenar al Merotoro, luego de haber ido un lunes y encontrarlo cerrado. Llevamos de invitado a Alex, hijo de Gerardo, lo que nos permitió conocer más platillos.
Estaba lloviendo cuando llegamos y el lugar estaba a la mitad de ocupación, pero ya al final de la cena todas las mesas estaban llenas. La recepción por lo mismo no fue la mejor, pero al menos fue muy rápida. La mesera que nos tocó era muy eficiente, con un servicio informal pero con la mejor actitud.
Antes de ordenar nos pusieron pan, con aceite de oliva de Baja California, buenísimo y sal de mar. Después de checar la carta que es corta pero con variedad suficiente además de mucha coherencia gastronómica y estilo homogéneo, pedimos las entradas. Sonia pidió media orden de ravioles de alcachofa con chícharos ($96) que estaban perfectos de sabor, pero de vista muy plana.
Gerardo ordenó la ensalada tibia de espárragos ($96) que le gustó bastante por el equilibrio que tenían las diferentes hojas y el aliño perfecto que integraba muy bien todos los ingredientes.
Y Alex se fue por un pulpo asado con vegetales en escabeche y salicornia ($123) que a juzgar por la vista y por una probadita que le dio a Gerardo resultó muy buena elección.
De fuerte, Sonia se atragantó un osobuco de cerdo al horno con papas bretonas y zetas ($245), muy suave pero al final de plato la carne ya se percibía seca de tanta cocción.
Gerardo se fue por un cordero del rancho Cortez ($298) con acelga y alubias cremosas que le pareció sabroso y además estaba muy acorde a la filosofía del chef porque aprovechaba varias partes del animal (paletilla y lomo).
Alex pidió el lomo de robalo al sartén con chícharos cremosos, bok choi y limón ($194) con una cocción impecable y bien complementada con los chícharos cremosos que no eran más que un puré.
Los postres son muy pocos y tal vez no son lo mejor del lugar, pero de todos modos pedimos, Sonia un pastelito de almendra con helado de creme brulé, salsa de chocolate y nueces garapiñadas ($88). La presentación no era la ideal y el pastelito estaba algo duro de exterior pero el helado era excepcional.
Gerardo pidió fresas y zarzamoras con sorbete de crema y galleta de mantequilla ($72), pero pidió solo la fruta que estaba en su punto, Alex pidió lo mismo que su papá pero completo.
Al final decidimos no probar la quijada de cerdo al sartén con huevo pochado y lentejas braseadas ($108) porque pensamos que nos iba a colapsar las arterias durante la noche, así que decidimos dejarlo para otra visita a la hora de la comida, en la que los acompañaremos con harto vino del terruño para cortar la grasa.
Todos salimos contentos y bien comidos. Comprobamos el porqué del nombre y del logotipo que es una especie de minotauro marino, con cola de sirena y torso bovino, que se refleja perfectamente en la carta que equilibra productos del mar con los del rancho.
Dirección: Amsterdam 204, col. Hipódromo-Condesa, México D.F.
Tel. 5564-7799
Ver mapa
Otro aliciente para ir a Merotoro es que Jair también es ranchero.
Tiene su propio rancho (Cortez) en el Valle de Guadalupe en donde cría sus animales, siembra parte de las hortalizas que ofrece y además tiene un viñedo cuyos caldos vende en sus restaurantes (La Laja, en Ensenada, y Meretoro) bajo la marca Cañada de Encinos.
Esto se refleja en su propuesta gastronómica en la que se revela su filosofía de la vida y en la que el respeto por el comensal va de la mano con la honestidad con lo que se come. Porque no cosificar ni violentar a los animales y a las plantas forma parte del proceso de cría y cultivo.
Un ejemplo palpable lo degustarán si deciden pedir el vino ($450 la botella), un sabroso coupage de zinfandel y petit verdot, con sabores a nueces y pasas, que evoca un pan campesino.
Fuimos el miércoles a cenar al Merotoro, luego de haber ido un lunes y encontrarlo cerrado. Llevamos de invitado a Alex, hijo de Gerardo, lo que nos permitió conocer más platillos.
Estaba lloviendo cuando llegamos y el lugar estaba a la mitad de ocupación, pero ya al final de la cena todas las mesas estaban llenas. La recepción por lo mismo no fue la mejor, pero al menos fue muy rápida. La mesera que nos tocó era muy eficiente, con un servicio informal pero con la mejor actitud.
Antes de ordenar nos pusieron pan, con aceite de oliva de Baja California, buenísimo y sal de mar. Después de checar la carta que es corta pero con variedad suficiente además de mucha coherencia gastronómica y estilo homogéneo, pedimos las entradas. Sonia pidió media orden de ravioles de alcachofa con chícharos ($96) que estaban perfectos de sabor, pero de vista muy plana.
Gerardo ordenó la ensalada tibia de espárragos ($96) que le gustó bastante por el equilibrio que tenían las diferentes hojas y el aliño perfecto que integraba muy bien todos los ingredientes.
Y Alex se fue por un pulpo asado con vegetales en escabeche y salicornia ($123) que a juzgar por la vista y por una probadita que le dio a Gerardo resultó muy buena elección.
De fuerte, Sonia se atragantó un osobuco de cerdo al horno con papas bretonas y zetas ($245), muy suave pero al final de plato la carne ya se percibía seca de tanta cocción.
Gerardo se fue por un cordero del rancho Cortez ($298) con acelga y alubias cremosas que le pareció sabroso y además estaba muy acorde a la filosofía del chef porque aprovechaba varias partes del animal (paletilla y lomo).
Alex pidió el lomo de robalo al sartén con chícharos cremosos, bok choi y limón ($194) con una cocción impecable y bien complementada con los chícharos cremosos que no eran más que un puré.
Los postres son muy pocos y tal vez no son lo mejor del lugar, pero de todos modos pedimos, Sonia un pastelito de almendra con helado de creme brulé, salsa de chocolate y nueces garapiñadas ($88). La presentación no era la ideal y el pastelito estaba algo duro de exterior pero el helado era excepcional.
Gerardo pidió fresas y zarzamoras con sorbete de crema y galleta de mantequilla ($72), pero pidió solo la fruta que estaba en su punto, Alex pidió lo mismo que su papá pero completo.
Al final decidimos no probar la quijada de cerdo al sartén con huevo pochado y lentejas braseadas ($108) porque pensamos que nos iba a colapsar las arterias durante la noche, así que decidimos dejarlo para otra visita a la hora de la comida, en la que los acompañaremos con harto vino del terruño para cortar la grasa.
Todos salimos contentos y bien comidos. Comprobamos el porqué del nombre y del logotipo que es una especie de minotauro marino, con cola de sirena y torso bovino, que se refleja perfectamente en la carta que equilibra productos del mar con los del rancho.
Dirección: Amsterdam 204, col. Hipódromo-Condesa, México D.F.
Tel. 5564-7799
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jueves, 8 de julio de 2010
Jaso, discreto y detallista
Esta vez elegimos ir a un restaurante de Vanguardia que busca ser sólo para iniciados. Afuera del local, en la calle Newton, Polanco, no hay letreros ni nada que indique que ahí se encuentra el Jaso, un coqueto lugar de altos precios.
La recepción fue buena, aunque nos preguntaron si teníamos reservación. Era temprano y el restaurante estaba vacío y en toda la noche de la decena de mesas sólo se ocuparon seis.
Lo más destacable y no sólo de la decoración, era la barra, donde se preparaban magníficos cocktails de los que Sonia probó el martini de pepino ($162) que le encantó y que sirvieron en copa de acero inoxidable, para guardar mejor el frío. Gerardo se decidió por la propuesta del mesero que era un champagne Louis Roederer sin antes preguntar el preció, por lo que lo ensartaron con $302. Los dos pesos seguramente eran por las burbujas. Por lo menos estaba buena.
La carta era muy simple en la concepción, pero con platillos complejos. Tenía 11 entradas y 11 platos principales y compensaba la cantidad con la variedad y la diversidad de ingredientes en donde predominaba la fusión.
Como cortesía, nos llevaron una cucharita de betabel baby acompañado con queso de cabra y nuez.
Sonia comenzó con ravioles de foi en salsa de trufa negra con frambuesas salvajes maceradas, ralladura de chocolate venezolano y láminas de parmesano ($264). Que en presentación no eran excelentes pero en sabor superaban la expectativa a pesar de que había un exceso de chocolate.
A Gerardo no le gustó mucho el ceviche de huachinango, calamares al carbón y mejillones de Baja. Sobre ensalada de bonito y ligero aderezo de soya orgánica ligeramente picante ($178)). Pero reconoció que era algo personal y no que el plato fuera malo, por lo que no lo regresó, pese a que apenas y lo probó. Al notarlo, el capitán le preguntó si no era de su agrado y Gerardo explicó lo dicho arriba, sin pedir que no lo cobraran. Sin embargo al traer la cuenta vio que tuvieron el detalle de no incluirlo. Respecto a la presentación podemos decir que era muy buena y diferente a la de un típico ceviche, aunque no muy funcional pues se perdían los jugos en el plato.
Para continuar a Sonia se le antojó el pollito horneado en nata sobre risotto con setas silvestres, bañado con salsa de vino tinto y cerezas de Washington State ($274). Éste tenía una presentación muy sencilla, y no era lo que se vendía en la carta pues el risotto en vez de tener setas tenía elotes y chícharo y las cerezas no eran para nada lo que se esperaba.
Gerardo ordenó un robalo negro rostizado, con puré de echalot y vino tinto, acentos a coco y berro, hongos salvaje salseados con burbujas de foi gras ($294) que simplemente estaba perfecto, con la cocción exacta, los sabores delicadamente combinados y la salsa de foi gras, de la que no puedo abusar como hubiera querido porque tenía el estómago delicado, maravillosa.
Después del plato fuerte, como cortesía y para limpiar el paladar, nos llevaron un sorbete de chicozapote con gelatina de agar con sabor a naranja.
Para maridar todo, a sugerencia del mesero, pedimos un Barón Balché, coupage de tempranillo y cabernet, que presentaba muchos sedimentos, acidez y barrica acentuada. Sólo maridó con los platillos de Sonia, pero con los de Gerardo, que requerían un vino más ligero, desentonó totalmente. Además, tuvimos que pedir primero que lo refrescaran y luego que lo decantaran, pues aunque desde el corcho era manifiesto que tenía sedimentos, el camarero lo sirvió tal cual.
De final Sonia se atascó con la degustación de postres ($285), que incluye dos: uno con chocolate y otro con frutas. El primero fue un brioche de chocolate con salsa de chocolate venezolano y helado de pistache, que era en verdad el mejor helado de pistache que ha probado en la vida. Y el segundo fue un milhojas de manzana, con helado de vainilla mexicana y un chip de manzana, bueno pero no excepcional.
Para terminar a Gerardo se le antojo la degustación de helados ($138) que por petición de su estómago se convirtió en degustación de sorbetes pues los lácteos no le caen muy bien. Los mejores eran el de guanábana y el de mango, que parecía que se estaba comiendo la fruta. El de limón también era muy realista y por lo mismo sabía amargo. El de fresa estaba un poco insípido y el de Jamaica bueno como una buena agua de Jamaica. Había uno de chocolate, delicioso, pero no era sorbete, sino helado y apenas lo probó, para beneficio de Sonia que se lo comió.
Nos agradó que las porciones de todos los platos fueran adecuadas, no tan pequeñas que parecieran de degustación ni tan grandes como para familia numerosa, sino suficientes para no quedarse con hambre ni empacharse. Eso sin contar las múltiples cortesías.
Como penúltimo obsequio nos llevaron a la mesa una cesta con mini madalenas recién horneadas, espolvoreadas con azúcar glass, que estaban sabrosas, pero súper engordadoras y más después de todo lo que habíamos comido.
Ya de salida nos regalaron a cada uno una cajita de bombones hechos en casa, que es costumbre de la casa con todos los comensales.
El servicio era amable y esmerado, pero les faltaba capacitación y a veces no sabían explicar muy bien los platillos y sus ingredientes, lo que contrastaba con el nivel y la sofisticación del restaurante.
Nos pareció un lugar correcto, discreto y detallista, es cierto, pero al que le faltaba estructura y cuyas pretensiones estaban por encima de su realidad.
Dirección: Newton 88, Polanco
Tel.: 5545.7476
La recepción fue buena, aunque nos preguntaron si teníamos reservación. Era temprano y el restaurante estaba vacío y en toda la noche de la decena de mesas sólo se ocuparon seis.
Lo más destacable y no sólo de la decoración, era la barra, donde se preparaban magníficos cocktails de los que Sonia probó el martini de pepino ($162) que le encantó y que sirvieron en copa de acero inoxidable, para guardar mejor el frío. Gerardo se decidió por la propuesta del mesero que era un champagne Louis Roederer sin antes preguntar el preció, por lo que lo ensartaron con $302. Los dos pesos seguramente eran por las burbujas. Por lo menos estaba buena.
La carta era muy simple en la concepción, pero con platillos complejos. Tenía 11 entradas y 11 platos principales y compensaba la cantidad con la variedad y la diversidad de ingredientes en donde predominaba la fusión.
Como cortesía, nos llevaron una cucharita de betabel baby acompañado con queso de cabra y nuez.
Sonia comenzó con ravioles de foi en salsa de trufa negra con frambuesas salvajes maceradas, ralladura de chocolate venezolano y láminas de parmesano ($264). Que en presentación no eran excelentes pero en sabor superaban la expectativa a pesar de que había un exceso de chocolate.
A Gerardo no le gustó mucho el ceviche de huachinango, calamares al carbón y mejillones de Baja. Sobre ensalada de bonito y ligero aderezo de soya orgánica ligeramente picante ($178)). Pero reconoció que era algo personal y no que el plato fuera malo, por lo que no lo regresó, pese a que apenas y lo probó. Al notarlo, el capitán le preguntó si no era de su agrado y Gerardo explicó lo dicho arriba, sin pedir que no lo cobraran. Sin embargo al traer la cuenta vio que tuvieron el detalle de no incluirlo. Respecto a la presentación podemos decir que era muy buena y diferente a la de un típico ceviche, aunque no muy funcional pues se perdían los jugos en el plato.
Para continuar a Sonia se le antojó el pollito horneado en nata sobre risotto con setas silvestres, bañado con salsa de vino tinto y cerezas de Washington State ($274). Éste tenía una presentación muy sencilla, y no era lo que se vendía en la carta pues el risotto en vez de tener setas tenía elotes y chícharo y las cerezas no eran para nada lo que se esperaba.
Gerardo ordenó un robalo negro rostizado, con puré de echalot y vino tinto, acentos a coco y berro, hongos salvaje salseados con burbujas de foi gras ($294) que simplemente estaba perfecto, con la cocción exacta, los sabores delicadamente combinados y la salsa de foi gras, de la que no puedo abusar como hubiera querido porque tenía el estómago delicado, maravillosa.
Después del plato fuerte, como cortesía y para limpiar el paladar, nos llevaron un sorbete de chicozapote con gelatina de agar con sabor a naranja.
Para maridar todo, a sugerencia del mesero, pedimos un Barón Balché, coupage de tempranillo y cabernet, que presentaba muchos sedimentos, acidez y barrica acentuada. Sólo maridó con los platillos de Sonia, pero con los de Gerardo, que requerían un vino más ligero, desentonó totalmente. Además, tuvimos que pedir primero que lo refrescaran y luego que lo decantaran, pues aunque desde el corcho era manifiesto que tenía sedimentos, el camarero lo sirvió tal cual.
De final Sonia se atascó con la degustación de postres ($285), que incluye dos: uno con chocolate y otro con frutas. El primero fue un brioche de chocolate con salsa de chocolate venezolano y helado de pistache, que era en verdad el mejor helado de pistache que ha probado en la vida. Y el segundo fue un milhojas de manzana, con helado de vainilla mexicana y un chip de manzana, bueno pero no excepcional.
Para terminar a Gerardo se le antojo la degustación de helados ($138) que por petición de su estómago se convirtió en degustación de sorbetes pues los lácteos no le caen muy bien. Los mejores eran el de guanábana y el de mango, que parecía que se estaba comiendo la fruta. El de limón también era muy realista y por lo mismo sabía amargo. El de fresa estaba un poco insípido y el de Jamaica bueno como una buena agua de Jamaica. Había uno de chocolate, delicioso, pero no era sorbete, sino helado y apenas lo probó, para beneficio de Sonia que se lo comió.
Nos agradó que las porciones de todos los platos fueran adecuadas, no tan pequeñas que parecieran de degustación ni tan grandes como para familia numerosa, sino suficientes para no quedarse con hambre ni empacharse. Eso sin contar las múltiples cortesías.
Como penúltimo obsequio nos llevaron a la mesa una cesta con mini madalenas recién horneadas, espolvoreadas con azúcar glass, que estaban sabrosas, pero súper engordadoras y más después de todo lo que habíamos comido.
Ya de salida nos regalaron a cada uno una cajita de bombones hechos en casa, que es costumbre de la casa con todos los comensales.
El servicio era amable y esmerado, pero les faltaba capacitación y a veces no sabían explicar muy bien los platillos y sus ingredientes, lo que contrastaba con el nivel y la sofisticación del restaurante.
Nos pareció un lugar correcto, discreto y detallista, es cierto, pero al que le faltaba estructura y cuyas pretensiones estaban por encima de su realidad.
Dirección: Newton 88, Polanco
Tel.: 5545.7476
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