lunes, 29 de marzo de 2010

Gulie, un malo con buena prensa


La noche que fuimos por primera vez al Gulie fue en esos días helados de febrero en los que llovió, hubo ventisca y hacía frío. Estaba como para quedarse en la casa, meterse en la cama y ver películas en la tele. Pero nos empeñamos en salir a cenar y fuimos al Gulie, en la Condesa. Y así nos fue.
La experiencia fue tan negativa que decidimos rechazarla para El Pecado, pues no quisimos incluir una recomendación negativa a los lectores entre los primeros post que subíamos al blog.
Sin embargo, revisando hace unos días el libro ‘dF A la mano, manual de usuario de la Ciudad de México’, nos sorprendió ver que en su apartado de restaurantes recomendaba al Gulie por encima de muchos otros locales de la Colonia Condesa.
Ante una discrepancia tan radical decidimos volver para ver si acaso no habíamos sido objetivos o simplemente el destino había hecho que esa primera experiencia coincidiera con una mala noche, no sólo desde el punto de vista meteorológico.

Regresemos a aquella aciaga velada de febrero.
Nos recibió el gerente en persona (éramos casi los únicos), quien muy gentilmente nos dijo las sugerencias: espárragos salteados con aceite de oliva con cama de hongos y jamón serrano ($98); sopa de cilantro ($60), y chamorro cocinado al alto vacío a fuego muy lento durante un tiempo prolongado ($195).
El hombre hizo un elogio tal del dichoso chamorro de cordero que nos lo antojó, pero cuando lo pedimos, el mesero, un chavo de pelo rizado y actitud muy cool (como si hubiera sido un cliente más) nos dijo primero que no había y luego, al insistirle que su jefe nos lo acababa de recomendar, reconoció que sí había, “pero estaba pasado”.
El mesero, soberbio, ya cruzando el límite de la impertinencia y la majadería como cobertura de su ignorancia sobre los ingredietes de los cocteles, respondió altivo cuando le preguntamos sobre los componentes del Rockstar que no podía revelarlos, porque eran “secretos de la casa”. Y así como para ubicarnos explicó, sin que nadie se lo pidiera, que ese restaurante no era como otros, sino que era muy diferente, de autor, y que si pedías la Avocalada (otro aperitivo) no te iban a servir “guacamole con totopos”.
A Sonia le pareció que el verdadero rockstar era el mesero, pero luego nos dimos cuenta de que no era mala persona y que actuaba así más por falta de capacitación que por mala voluntad.
Cuando regresamos, pocos días antes de Semana Santa, nos atendió el mismo camarero, pero ya con una actitud mucho más positiva. Se ve que los casi 45 días de experiencia sí le aprovecharon.
La carta de bebidas era amplia en febrero y lo seguía siendo a finales de marzo, pero con presentación paupérrima: unas hojas sueltas con manchas de grasa y dios sabe qué cosas más, eso sí, con muchos cocteles, pero sin descripción de los mismos. A favor hay que decir que la parte de los vinos, aunque reducida, estaba bien estructurada por las cualidades de los caldos catalogados por intensidad de sabor.
Otro aspecto en el que nuestro punto de vista no cambió es que la carta de alimentos era un compendio de lo que no debe ser un menú bien planteado. En primer lugar no tenía un estilo y era una mezcla ecléctica que combinaba elementos mexicanos, argentinos, españoles, franceses e italianos. Un ejemplo de lo aberrante que podía llegar a ser la mezcolanza era el Atún del Pacífico que se describía así: “sellado fresco, con callitos levemente ahumados y ratatouille ($150)”.
Una cosa es fusionar y otra amontonar platos de diferentes cocinas sin creatividad alguna. Y la abundante cantidad de la oferta no compensa la falta de calidad, sino que más bien confunde encontrar 13 entradas, cinco ensaladas, tres sopas, ocho opciones de pasta, unas 12 variedades de carne, aves y pescado, más los snacks y los postres, sin que sea visible una lógica que les dé unidad.

Tras marearnos viendo la carta pedimos de entrada para compartir los espárragos salteados que nos habían recomendado y que fue lo más rescatable de la cena, pese a que los espárragos no estaban bien limpios (desfibrados).
En la segunda visita repetimos los espárragos, que estaban más cuidados y sólo uno no había sido desfibrado.
La ensalada de peras ahumadas ($85) era una buena idea mal realizada, con buenos ingredientes (lechugas verdes, queso brie y jamón serrano), pero sin que la vinagreta de oporto (que era un simple puré de pasas) les diera homogeneidad, quedando los sabores dispersos.

De plato fuerte pedimos las enchiladas de pato confitado ($120), puesto que no había chamorro ni risotto del día. La impresión de las enchiladas fue positiva, el mole era de buena calidad y el pato tenía una cocción exacta aunque con cartílagos, pero la presentación, en un palto de barro y con aros de cebolla morada, estaba de mercadito.

En nuestro regreso, que por cierto era un día caluroso, en contraste con la primera noche, nos inclinamos por la sugerencia del mesero: Cabrería ($200), que eran 400 gramos de carne de la espalda cocinada con hueso, sellada primero y luego al horno con aceites y cubierta con mouse de berenjenas. El plato era muy superior a todo lo que probamos en nuestra primera visita, tanto en la realización como en la apariencia, sin llegar a ser nada excepcional. Lo acompañamos con la ensalada más sencilla para evitar complicaciones: la de berros con queso de cabra, que Gerardo retiro porque el queso caprino le cae mal al estómago, y una sencilla vinagreta.
En febrero las opciones de postre no se antojaban, y en especial la opción de fresas marinadas en crema de frambuesas, naranja con yogurt y nieve de fresa ($60) nos pareció una mezcla muy mala con texturas muy planas, muchos líquidos y cero creatividad.

La segunda vez Gerardo se aventuró a pedirle al mesero que le trajera las dichosas fresas, pero el joven explicó que ese postre ya no correspondía con la descripción del menú, pues sólo llevaban licor de campari, yogur y sorbete de frutos rojos. Él mismo, al notar que había un cierto recelo del comensal hacia los lácteos se ofreció a llevar el yogur por separado. ¡Oh gran sorpresa! Las sencillas fresas resultaron con mucho el mejor platillo de las dos visitas.

La casa que ocupaba el restaurante era bonita y bien decorada, sin embargo, era muy fría en febrero por la disposición del espacio, la iluminación y de algún modo la actitud. En marzo y de día fue otra cosa, pero nada impactante, en cualquier caso.
Y hablando de frío, nos congelamos esa famosa noche helada; Sonia menos porque venía del monte y ahí la temperatura era más baja, pero como el establecimiento tiene terraza y la dejaron abierta, se metía el viento gélido por los cuatro costados.
En conclusión, el Gulie nos pareció malo en febrero y nos lo siguió pareciendo a finales de marzo, pese a las recomendaciones.

Dirección:
Tamaulipas 45
Col. Condesa, Distrito Federal, Cuauhtemoc
Entre Montes de Oca y Juan Escutia
Telefono: 52563531
Horario:
Lun. a Dom. de 13:00 a 23:00 hrs.

martes, 23 de marzo de 2010

Landó, buena música


Este lunes fuimos a cenar al Landó, que está en el Parque Lincoln, en Polanco. La primera impresión fue mala, porque había un caballero en la terraza que fumaba un tremendo puro con la correspondiente humareda, así que decidimos sentarnos en el lugar más recóndito del interior. Y hasta ahí nos perseguían los efluvios del habano. El problema es que el lugar estaba mal concebido y nos tuvimos que tragar el humo de todos los fumadores de la terraza, como el resto de los comensales de la sección de NO fumar.
Ya entrados en materia, o sea en comer que es a lo que íbamos, la experiencia se quedó muy, muy por debajo de las expectativas que teníamos del lugar. Los precios eran de grandes ligas, pero la comida, sobre todo la presentación, era de un nivel que no alcanzaba ni remotamente las aspiraciones del lugar.
Lo que sí tenía excelente era la música. El mejor hilo musical de todos a los que hemos ido en este blog hasta el momento. El servicio también era bueno, a la antigüita, muy amable y esmerado.
Como era de esperarse no había carta de aperitivos, pero el mesero ofrecía diversas opciones y daba alternativas, de cocteles y tragos largos.
Sonia empezó con un cassis blanc ($110), el típico vino espumoso con un toque de cassis que refresca terminado con una cereza. Gerardo, para no perder la costumbre, pidió un etiqueta negra ($130) con soda, nunca falla.
Para acompañar los platos, el mesero amablemente nos recomendó dos arcángeles: Kerubiel ($990) y Serafiel ($930) de la bodega Adobe, en Valle de Guadalupe, pero preferimos el primero con una mezcla muy interesante de cinserre, grenache, voigner, syrah, tempranillo y mourvedre, un vino con buen cuerpo y carácter animal con toques florales de violeta.
La carta se componía de ocho entradas entre las que había jabugo, alcachofa a la vinagreta y otras opciones; después se encontraban cuatro carpaccios: atún, alcachofa y portobello, res y callo de hacha; otra sección contenía croquetas de diferentes ingredientes; después cuatro sopas, cinco ensaladas, cinco pastas, siete variedades de carne, tres aves, cuatro pescados, seis guarniciones y terminaba con siete postres. En todas las secciones existía lo típico, lo que no debe faltar y una opción más interesante, de lo que hacía una carta bastante completa y variada.

Como entrada pedimos para compartir el carpaccio de callo de hacha ($165), que a decir verdad era una porción paupérrima, una presentación nada atractiva y el producto protagonista estaba a un día de arruinarse.

Mejor estuvieron las sopas, Gerardo pidió la de cebolla ($90), que estaba bien hecha, tenía textura perfecta y un rico sabor, lo único que la porción era más que basta. Sonia ordenó el bisqué de langosta ($135), que no tenía la textura sedosa de un bisque, pero lo rescataba el sabor. Lo que sí, la presentación no hubiera ganado concurso alguno, como no fuera en una competencia del más feo.

De fuertes decidimos compartir el Atún Cajún ($190), que estaba algo seco; sin embargo, la reducción de balsámico que lo acompañaba era perfecta en textura y equilibrio dulce-salado.

También compartimos un Petit Landó -$290- (corazón de filete) con costra de tres pimientas que parecían como 300, por lo fuerte y predominante de su sabor, sobre todo la negra. A Sonia de plano se le descompuso el estómago con tan fuerte mezcla, que además traía su salsa, como no, de pimienta.
Como los platos no traían guarnición, ésta se pedía aparte, y a alguien en la cocina se le ocurrió que el berro era la mejor opción decorativa y gastronómica para acompañar todos los platos fuertes. La verdad es que con el atún sí pegaba, pero con el filete a las tres lumbres de pimienta de plano ni sabía a nada, igual que la carne, pues la pimienta adormecía la lengua y el paladar.
De acompañamiento, para usar el término de la carta, pedimos unas verduras al grill ($65) y una papa al horno del mismo precio que nunca llegó, porque se terminó de cocer cuando ya los platos estaban vacíos. Por lo menos el mesero tuvo la cortesía de preguntarnos antes si todavía la queríamos. Como no nos gusta pedir comida para tirar (perdón, para llevar) de plano le dimos las gracias y le dijimos que mejor para otro día.

Los postres deben ser la culminación de una fantasía. Por lo menos en el papel sí lo eran y en la realidad pedimos para compartir una tarta tatin que no estaba mal, pero distaba mucho de ser un sueño hecho realidad. Lo que, según Gerardo, sí era algo fuera de este mundo fue el helado de plátano que acompañaba a la tarta. Lo mejor es que sí sabía a plátano. Otra ventaja adicional es que era el plato de mejor presentación, sin ser espectacular.
Para terminar pedimos Sonia un café americano ($25) y Gerardo un Té Bollywond chai ($60) que sí estaba como de película de Bollywood, muy sabroso y especiado, con predominio claro de la canela sobre el clavo. Era un té de hojas, no esos mejunjes inmundos en polvo con leche ídem que abundan por los lugares de esta capital.
Como para desquitarse de que los precios del los vinos y del café no eran desorbitados, nos cobraron las dos órdenes de pan y mantequilla que sirvieron a $35 cada una.
Landó es un lugar pequeño, decorado como la típica idea que se tiene en el extranjero de un bistró. Casi como si los arquitectos de Disney lo hubieran convertido en un estereotipo. También quedaría bien como set para una película de Dick Tracy protagonizada por Humprey Bogart con un cigarrillo en la mano, porque lo que es a tabaco sí apestaba el lugar. Todo con buen jazz de fondo.

jueves, 18 de marzo de 2010

Oca, obsesión por la estética


Iniciando la semana con un martes que parecía lunes por el puente, Gerardo se despistó al llegar al restaurante Oca, en la calle de Moliere, donde antes estaba el Águila y Sol y se detuvo en La Tecla sin darse cuenta.
La sorpresa de ver que no habían respetado la reservación que había hecho, para las 10 de la noche, no fue suficiente para percatarse del error. Comentó atónito con Sonia que el lugar había cambiado, pues la carta era radicalmente distinta. Todo se aclaró cuando Gerardo preguntó al mesero qué había pasado con la cocina molecular, a lo cual éste respondió ofendido que esa nunca había sido su tendencia y que más adelante estaba el restaurante Oca donde sí había dicha comida.
Salimos entre apenados y muertos de risa por perdernos a dos locales del Oca.

Ya en el Oca sí tenían noticia de nuestra reservación, y de inmediato nos pasaron. Como cortesía nos ofrecieron una aceituna líquida y otra negra rellena; mazapán de camarón; flor de calabaza caramelizada rellena de tamarindo y limón; teja de cacahuate y un delicioso creme brulé de roquefort, todo en diminutas porciones pero que estaban muy buenas a excepción del mazapán, cuya textura era más bien chiclosa.
Comenzamos por pedir agua mineral de Piedra -nacional que no le pide nada a Perrier- ($72). De aperitivo, Sonia empezó con un Martini de chamoy ($126) que estaba refrescante y era al final un trago golosina. Gerardo pidió un mezcal Alipus ($105) que no se terminó.

La presentación de la carta era de diseño: una caja de madera con un cuadernillo en negro y plata y hojas de papel artesanal. El contenido ofrecía cinco opciones de cada tiempo: entradas frías, entradas calientes, pescados, carnes y postres más una tabla de quesos. Estaba muy equilibrada y tenía suficiente variedad.

De entradas calientes ordenamos para compartir pulpo presentado en laminas, con arroz cremoso de almejas, aderezo de limón confitado y jengibre ($163) que era más bien para olfatos rudos por su preparación, y alcachofas cocidas al natural con consomé, ligeramente aciduladas, con hojas de flor de capuchina y jugo de trufa ($128) que tenían sabores muy equilibrados y suaves.

Y también pedimos una entrada fría que era un gazpacho de cerezas y camarón, con camarones confitados, esferas de Campari y cerezas de temporada ($170), con una presentación de jardín orgánico digna de haber sido pintada por El Bosco.
La presentación de cada plato era realmente minuciosa y meticulosamente diseñada, formando una composición de color y textura armoniosa que hacía un todo con la vajilla y los utensilios, así como con la decoración misma del lugar.
Para maridar Sonia había sugerido el vino Ícaro de la bodega Sinergi, Valle Guadalupe, que es un coupage de nebbiolo, merlot, petit syrah, o bien la reserva de Casa Madero. Una joven sommelier, por su parte, recomendó el Cinco estrellas y coincidió en alabar al Ícaro ($1,530) por el que al final nos decidimos, pese a su precio, pues no era cosa de escatimar en una noche que se antojaba perfecta.
Además de su juventud, nos llamó la atención su profesionalismo. Antes de servir el caldo, preparó las copas impregnándolas del vino para eliminar cualquier otro aroma, después lo sirvió y estuvo muy pendiente de la temperatura; con todo no se percató de que la copa de Sonia estaba despostillada, pero en general fue muy amable y profesional.

Como platillo fuerte Sonia se decidió por el atún cocinado como tataki, con arrope de tomate, albedo de limón, salicornia, lechuga de mar a modo de ensalada, roca de tinta y crustáceos ($296). La roca literalmente la enloqueció por su realismo (parecía piedra pómez) que contrastaba con lo esponjosa y suave que era, como pastel. Además la unión de los aromas concluían en el contraste de sabores dulces, ácidos y marinos que explotaban en la boca.

Gerardo pidió el bacalao negro, que era el lomo del pescado confitado en aceite de oliva sobre jugo reducido de sus espinas con un ragout hecho al momento, vainas de ejotes tiernos, chícharos, habas y hongos ($360). El sabor del platillo era, en este caso en particular, mejor que la apariencia. Con todo, se quedó con las ganas de haber pedido el cabrito, pues en una visita anterior comió el cochinillo que estaba delicioso y no puede decirse tanto del bacalao.

Para terminar, pedimos que nos subieran a la terraza una tabla de quesos ($224) que comprendía cinco porciones de diversos quesos, todos maduros, con su respectivo acompañamiento para combinar. Muy, muy bueno.
Hubo cierta resistencia a subir los quesos pues, supuestamente, la política de la casa es no servir alimentos en la terraza, pero ante el argumento de que la vez anterior que Gerardo comió en Oca sí le subieron los postres, y ante el no menos contundente hecho de que la terraza estaba vacía, cedieron a servirnos ahí. Sin contar el incidente, todo el servicio de los meseros, capitán y hasta la propietaria fue muy esmerado, constante y con gran disposición.
Ya arriba, nos ofrecieron diversos panes a escoger, llevaron lo que quedaba del vino y pedimos Sonia café americano ($37) y Gerardo un té verde artesanal ($42). La casa convidó un petit four, que era un macarrón relleno con crema de rosas.

La decoración del sitio es sobria, moderna y elegante con toques acogedores y que te permiten concentrarte totalmente en sus creaciones culinarias. La terraza en particular es la mejor área del restaurante, con una iluminación tenue y agradable, sillones cómodos y un ambiente relajante.
Había refrescado bastante en la noche y nos estábamos congelando, pero el capitán a petición de Gerardo cerró la cortina de cristal, lo que junto con un calentador de flama ayudó a templar el ambiente.
Se nota que el concepto del lugar está bastante estudiado y es acertado, con varias similitudes en diseño y técnicas con el afamado Ferrán Adriá, del no menos famoso restaurante El Buli.
Fuimos con mucho los últimos en salir, pasadas las dos de la madrugada y cerramos, literalmente, el lugar. Valió la pena.

Dirección:
Moliere 50, Col. Polanco.
Tel. 5281 5062 y 5064.
Horarios:
Lun. a sáb., 13:30 a 22:30 (La terraza permanece abierta hasta las 02:00)

miércoles, 10 de marzo de 2010

Nobu, más sabroso que bonito



Si algo se puede alabar del restaurante Nobu, en Bosques de las Lomas, es que sus productos y procesos son de primera calidad. Este lunes fuimos a cenar a dicho lugar y a pesar de que Gerardo traía una pequeña infección en el estómago comió de todo en abundancia y nada le cayó mal. ¡Qué mejor control de calidad!
Al entrar al lugar, cuando caminábamos a la mesa, los meseros lanzaron un grito estilo samurai que no supimos si nos estaban dando la bienvenida o nos iban a saltar al cuello con un sable. Por suerte es la efusiva manera de saludar propia del lugar.
Nada más sentarnos, nos preguntaron si queríamos tomar agua, que por supuesto no era de la llave sino Perrier ($65 –botella grande) y Source ($40 –chica) que son importadas. Esa pregunta, aparentemente inocente, marcó el estilo del servicio: los meseros explicaron la carta sugiriendo o casi imponiendo los tiempos y los platos que sospechosamente están entre los más caros. La manipulación taimada se disfrazó de breviario cultural gastronómico japonés, donde se termina la comida con rollos o nigiris además de una sopa.
Pero no caímos en el engaño, que incluía una pequeña contradicción, pues al final, pese a no ser una costumbre nipona, nos vendieron los postres. Bueno, en la trampa no caímos, pero en la contradicción sí, porque nos tomamos dos postres, uno de ellos un Vento Box con fondant de chocolate sin harina, galleta de ajonjlí y helado de té verde “Matcha” ($135 –si se pide de la carta).
El único perdón es que toda la oferta es excelente.
Mejor decidimos compartir un menú de degustación que comprendía siete tiempos, incluyendo el vento box de postre, todo por un costo de $1,000, con porciones medianas más que suficientes para una sola persona.

Entre las cosas que recordamos incluía el menú de degustación estaban el tartar de salmón con caviar ($350 a la carta) que tenía un sabor muy fuerte por el wasabi y el sashimi de atún amarillo con jalapeño sobre cama de pepino, que fue la mejor entrada de todas las que probamos.

El bacalao negro con miso ($380 a la carta) se llevó la noche por su delicado sabor, con un glaseado dulce de miso que complementaba perfectamente el del pescado. Seguimos con otro plato fuerte que era lomo de ternera Toban Yaki, servida en la característica ollita de cerámica hirviendo, y que hay que comer de inmediato para que no se pase de cocción. Para finalizar el menú de degustación nos sirvieron un plato con cinco piezas de nigiri (se venden por pieza a la carta) con diferentes pescados y anguila, aparte la típica sopa de miso y el postre ya referido.

Como teníamos miedo de quedarnos con hambre compartiendo sólo el menú de degustación, pedimos a la carta una ensalada Sunomono combinado ($70), con pescados muy frescos y los característicos sabores avinagrados de las conservas, y con el toque especial del ajonjolí que suaviza lo agrio de los otros ingredientes. Todo esto lo intercalamos con los platos del menú degustación, a cuyas entradas añadimos un sashimi toro (parte del atún muy apreciada -$165 la pequeña pieza). Sólo pedimos dos. Los platos fuertes los complementamos con una Lubina con miso seco ($390), que al combinarla con hojuelas de ajo y cebollín picado mataban el delicado sabor del pescado.
Gerardo en una visita anterior había pedido una Lubina con salsa de frijol negro, que esa sí tenía un sabor muy equilibrado en el que se podía apreciar tanto el pescado como la salsa ($390).
Para rematar pedimos un postre adicional: “Satandagi”, que eran buñuelos rellenos de pera (nashi) rostizada, helado de crema catalana y chupito de brandy, manzana y coco ($120) de los que destacaba el chupito y el helado que tenía un aroma cítrico, pero el buñuelo sabía a lo que huelen los carritos de churros de Coyoacán, o sea, a aceite recalentado.
La carta de alimentos, como todas la japonesas, ofrece demasiadas opciones, sobre todo porque existen muchos platos por pieza, y está medianamente explicada. A diferencia de otros restaurantes japoneses de gran tradición, como el Suntory, Nobu ofrece una versión Nouvelle Cusinne del país asiático con toque peruanos en algunos platos y bebidas, sin que se pueda hablar realmente de fusión estricta.

La carta de bebidas tiene una variedad suficiente de sake, martinis, vinos con clasificaciones muy claras, entre otros. Sonia pidió al inicio un Martini de pepino ($140) que parecía pulque, con una textura nada agradable, tan mala como el sabor en el que sólo se percibía pepino, alcohol y un poco de azúcar, además de que la copa venia chorreada. Gerardo esta vez dejó sus costumbres para pedir un delicioso sake caliente, añejo de medio cuerpo ($95 la jarra pequeña), y después continuar, junto con Sonia, con un Albariño de Rías Baixas, ($95 la copa –fueron dos por cabeza) que complementó muy bien los platillos.
Los precios de la bebidas iban desde los muy accesibles como el sake antes mencionado, hasta una botella de $2550; en el caso de las botellas de vino había una brecha más abismal que iba desde los $360 la más barata, hasta $46,700 la más cara.
El servicio, aparte de que los meseros se comportan más como vendedores, es muy esmerado y atento. Siempre hay alguien pendiente.
La decoración es buena pero se queda por debajo de las expectativas de un lugar con el aura de Nobu. Tiene cuatro ambientes incluida la terraza que es la mejor opción si no hace frío y si fumas. Además está el Lounge con una coqueta barra de bar.
El conjunto tiene texturas y patrones muy bonitos, pero no están coordinados en un todo. Por ejemplo, las mesas son muy sosas, como de cafetería, en comparación a los tapices de los asientos que estaban lindos.
Comer en Nobu, es comer en uno de los restaurantes más caros de México, pero dentro del rango de restaurantes como Suntory. Sin embargo, a nueve meses de su apertura (en junio de 2009), los precios se han adecuado a la realidad nacional, porque inicialmente eran mucho, mucho más caros. Proporcionalmente las entradas minúsculas son más onerosas que los platos principales que son abundantes.
Los mejores días para ir es entre semana, pese a que la cocina cierra temprano, porque los fines de semana los antros del centro comercial convierten en hazaña dejar el coche en el valet y más heroico aún es salir a la hora del cierre, entre una horda de niños y niñas fresas y prepotentes, como le pasó a Gerardo la vez anterior.
Dirección:
Paseo de Tamarindos 20
Col. Bosques De Las Lomas
Tel. 9135 0062
Horarios:
Dom de 13:00 a 18:00 horas
Lun a Mie de 13:00 a 23:30 horas
Jue a Sáb de 13:00 a 1:00 horas