lunes, 9 de agosto de 2010

Gu… gu, gu; da, da, da

El restaurante Gu, en Polanco, está en la misma esquina donde antes se ubicó el L’Olivier, de comida francesa, del que heredó la cocina abierta tras una exitosa remodelación que dejó un lugar muy agradable.
Algo que nos gustó fue que es de los pocos lugares en donde tienen carta de cocktails, dividida en clásicos, mojitos y los de la casa. Nosotros nos decidimos por los mojitos, Sonia por el royal ($125), que tenía ron Matusalén, champán y esferas de melón chino y Gerardo por el clásico ($115). Al servirlos, al primero le faltaban las esferas, por lo que lo regresamos, pero luego, al probarlo Sonia constató que no cambiaba mucho el sabor.
La carta presentaba platos de fusión y era un tanto ecléctica con una oferta que iba desde pacholas y chiles rellenos hasta caracoles a la bourguignonne o magret de pato, pasando por un pámpano con salsa ponzu y bok choi. ¡Nada homogénea!
De entrada pedimos para compartir taquitos de pescado con frijol negro, lechuga y aguacate, acompañados con salsa de chile cascabel. Al probarlos nos parecieron un tanto insípidos, pero conforme fuimos comiendo se sintió más el sabor, sin llegar a ser nada extraordinario.
La otra entrada era un créme brulé de foi gras, acompañado de esalada de lechugas con reducción de balsámico y gelé de jamaica y mandarina, con brioche tostado de avellana. El plato era bueno en general, pero se quedó por debajo de las expectativas. El foi venía cremoso, con una costra de azúcar caramelizada, lo que la daba un toque bastante dulce que se equilibraba con las gelés que, en el caso de la Jamaica era excesivamente ácida. El brioche no era el pan adecuado para este plato, ni por su textura (se desmoronaba) ni por el sabor en el que por cierto no se percibía la avellana. Acabamos por comerlo con unas mini baguettes. La reducción de balsámico de la ensalada fue lo mejor de esta entrada, porque equilibraba el sabor del foi.
En cuanto a los platos fuertes, la variedad era tanta y tan heterogenea que resultaba difícil decidir qué pedir, porque había desde algo muy tradicional mexicano de cocina casera, hasta algunos platillos con fusiones muy extrañas, como el huachinango sobre cama de papa con una salsa de tomillo ($195) que pidió Gerardo y que llevaba flores de calabaza rellenas de tapenade ¡y capeadas! Con todo, el sabor no era fuerte y sí bastante equilibrado, a diferencia de la mayoría de la oferta de platos principales. Las papas estaban bien cocidas y combinaban bien con la salsa, llegando a superar incluso el sabor del pescado.
Sonia pidió un capelletti con jaiba ($195), que desde que llegó a la mesa fue una decepción, porque se podía percibir el aroma del conservador y a algo enlatado que podía ser la jaiba o una salsa que pertenece a una línea de salsas envasadas (Classico di Capri). Pero lo peor era el aspecto. Disculpen los lectores, pero parecía vómito. Y juzguen por la foto si exageramos. Para no hacerlo largo, Sonia, que siempre se termina su plato, dejó más de la mitad y llegó a casa con nauseas y un terrible malestar.
Junto con la decoración, lo mejor fue el servicio, especialmente la sommelier, muy documentada y certera en sus recomendaciones. Para maridar nos aconsejó un Ensamble Paralelo, de Hugo de Acosta, y un Equua. El primero era un multivarietal de siete cepas y el segundo de dos: grenache (70%) y shiraz (30%). Elegimos el Equua ($790), que por cierto en la carta aparecía como shiraz, siendo que era la porción minoritaria del caldo. El maridaje no era fácil, por la diversidad de los platos, pero la combinación fue acertadísima.
Los postres estuvieron por encima del nivel de los alimentos. Sonia pidió un macarrón ($75) gigante relleno de musseline de pistache acompañado con frambuesas con espuma de kirsh y sorbete de limón. De aspecto parecía una ‘cangreburger’ pero, con todo, la presentación era buena sobre un plato de laja. Además, el sabor de la muselina era maravilloso y se complementaban muy bien las tres preparaciones. Lo único criticable era el tamaño del macarrón, no por pequeño, sino porque ¡era interminable!
Gerardo decidió deschongarse una noche fría y lluviosa y sin hacer caso a los azúcares y lácteos pidió un fondant de chococolate con liches rellenos de mango y sorbete de liche ($73). No era el mejor fondant, pero le supo a gloria. Y es que no hay como lo prohibido. El sorbete maravilloso. La presentación era un poco retro y como de la casa del terror, con una silueta de tenedor marcada en cocoa.
Los postres los maridamos con un vino rosado de California: Beringer, zifandel, que dejaba un agradable gusto de mantequilla en el paladar.
Tratando de rescatar lo positivo, lo mejor fue la cocina abierta, después el vino y luego el postre. Otro aspecto que resaltar, fue que cada plato se sirve en diferente vajilla, planeada para cada tipo de alimento. Lo demás, francamente intrascendente.

2 comentarios:

  1. No había leído su blog y la verdad me ha encantado.
    Es una lástima que en México haya tantos lugares tan espectaculares y con tan buen servicio, pero con comida con tan mala ejecución, falta de homogeneidad y sin escencia. Lugares como éste abren cada semana, pero también cierran. Me dá gusto que haya gente como ustedes que no se dejen apantallar por los lugares que gastan tanto en decor y se olvidan de lo escencial... la comida!!!!
    gracias y los seguiré leyendo!!

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  2. Muchas gracias por el comentario.
    Por desgracia hay muchos lugares en donde prima la apariencia por encima de la esencia.
    Saludos

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